El antiguo congresista Víctor Grandes, después de un tiempo del escándalo hostalero,   apareció en público y era otra persona. En poco tiempo había cambiado tanto que estaba excesivamente flaco y parecía siempre de perfil como el personaje del marqués Mario Vargas Llosa, mostraba los cabellos rapados al coco, evidenciaba una cruz de madera en el pecho, vestía una larga túnica de pastor de cabras y tenía la mirada fija y perdida de los fanáticos. En forma violenta y demoledora, él mismo en persona se ocupó de aplanar, incendiar y dinamitar la pecaminosa posada conocida como Toro bravo. En ese lugar, luego de desinfectarlo con legía y creolina, levantó con sus propias manos un hostal para gatos vagabundos y techeros.

En su vida diaria, aparte de buscar a los mininos en cualquier rincón de Iquitos, se entregaba a la oración en actitud contrita y pasaba varias horas meditando sobre los engañosos y efímeros bienes materiales de la tierra. Luego se iba a almorzar enormes cantidades de la hierba llamada piripiri, pues era vegetariano intransigente. Cuentan los cronistas que le conocieron en esos días que todas las noches se iba corriendo a la plaza 28 de Julio y durante horas se ocupaba de insultar y lapidar a los comerciantes, prestamistas y políticos, la trilogía del mal para él. Luego predicaba con ruidosa vehemencia la honda verdad de la singular orden religiosa donde por entonces militaba en señal de arrepentimiento sincero.

Era esta la antigua cofradía de los escopistas medievales, cofradía que había comenzado a predicar con singular éxito en la urbe iquiteña. Los escopistas detestaban todo tipo de fandango, de placer, de vacilón parrandero y no tenían tiempo para nada. Todo aquel que quería militar en ese colectivo tenía que arrancarse, extirparse, cortarse, el miembro viril en una ceremonia pública. El resto venía por añadidura, hasta la salvación por los siglos de los siglos.