El día  de la celebración oficial de la sabrosa salchipapa fue una fiesta del buen diente, del mejor paladar y de la insuperable digestión. En medio de la comilona de esos preparados no faltó el avezado licor y la parranda con su orquesta típica. Pero tanto jolgorio no quedó allí, porque ese plato pasó a formar parte de la historia culinaria de la política peruana. En efecto, los candidatos a parlamentarios y a presidente del Perú incorporaron ese  potaje a la campaña y pronto aconteció la invasión de las ahora celebres salchipapeadas, ceremonias donde el candidato sirve personalmente esos platos a los futuros votantes.

En poco tiempo,  la salchipapa adquirió prestigio entre los candidatos y sus seguidores y se convirtió en el único medio de enlace entre los unos y los otros. Era la clave de una votación segura a la hora de la verdad. Y no costaba un solo centavo. El que cambió esa historia fue el señor Julio Guzmán Cáceres. Miembro activo del novísimo partido Todos por el Perú, candidato a la presidencia, no pudo nunca encontrar empresarios o financistas para que le ayudaran en la millonaria campaña electoral. De manera que se vio obligado a promover  las salchipapeadas pagadas. Ello era que sus promotores tenían que vender los platos con anticipación para adquirir fondos para levantar su campaña que estaba por los suelos.

Muy pronto el referido acabó convirtiéndose en el candidato de las salchipapas.  Los eventos iban y venían y se volvieron masivo. Y el que menos pensaba que Guzmán Cáceres estaba llenando su capucha con esos eventos concurridos que hacia a nivel nacional. Pero las apariencias engañaban. En realidad, las salchipapas no daban para mucho, pues había mucho fiado y el pago de lo consumido siempre se retrasaba.  Lo cual hizo que el citado dejara de promover esos eventos y buscara el regreso a las parrilladas.