EL BANQUETE DE LA CASA DE BARRO 

 550

Entonces, en los pervertidos anales de la gastronomía forestal, aparecieron unos extraños ciudadanos de baja categoría.  Eran seres viciosos e incapaces de ir a pescar o montear y hasta robar viandas en los mercados. Y vivían de hambre como tantas personas del presente. Y un buen y bello día, desquiciados por llevar algo a la boca, torturados por sus revueltas tripas, ansiosos por ejecutar la plácida digestión, asaltaron una vivienda ubicada en el pobre y menesteroso barrio de Belén. Los inesperados visitantes no procedieron a meterse en las ollas, no se zamparon los objetos domésticos, no ejecutaron la mudanza de las cosas ajenas. Otro era el propósito que les guiaba. Y, en aras de calmar sus apetitos,   procedieron a comer la casa, a devorarla palmo a palmo.

Es posible sostener que la parte por donde comenzó  la inesperada comilona, el suculento banquete,  fue el techo de ese infortunado inmueble. Desde allí, desde las alturas, acomodados en sitios estratégicos para no caerse y reventarse contra el suelo, los  muertos de hambre  procedieron a acabar golosamente con el techo fabricado de palma del bosque. En su rumiar o masticar o devorar, los desadaptados acabaron con los caibros, las soleras y las vigas.

Es arduo conocer la ruta que los devoradores, los caníbales,  siguieron después ganados por las ansias de acabar con todo. Todavía sin llenar sus panzas, probablemente,  descendieron a dar cuenta de la vereda que desapareció en poco tiempo. Después, estorbándose, odiándose, tratando de  aventajarle al otro, dieron cuenta de las sólidas paredes que no opusieron resistencia. El piso entero tuvo que pasar a los tubos digestivos en menos de lo que canta un gallo. Es difícil saber si luego devoraron los utensilios de cocina u otros objetos de ese infortunado hogar.

En su brutal proceder, los hambrientos  parroquianos  no usaron ni cucharas ni tenedores ni cuchillos.  No bebieron algún aperitivo, no usaron condimentos ni salsas y devoraron sin piedad la casa belenina.  Después de las jornadas de  masticación, del agradable paso del bolo alimenticio, del relajo de  la panza repleta y contenta, no quedó ni la sombra de ese inmueble.

Es decir,  el exagerado banquete de la casa de Belén, no en la casa de ese barrio porteño, fue extremado y descomunal. Fue una comilona  pocas veces vista que no  dejó ni las migajas para las mascotas ladrantes y maullantes. El vacío quedó  en el lugar donde alguna vez sus propietarios levantaron ese inmueble.  Lo que no se sabe es que comieron después los depravados. Porque es imposible que hubieran seguido devorando otras casas, otros inmuebles, fomentando el riesgo de dejar a Iquitos sin ni una sola casa. Ni para muestra.

El increíble episodio de la casa devorada por hambrientos ciudadanos de malas costumbres culinarias, no es invento nuestro. Es parte del informe que un médico capitalino hizo hace un siglo sobre Iquitos. Alegremente, como si dijera que llovería dentro de poco, anotó que como tantos moradores tenían la costumbre de comer tierra, se habían zampado esa casa que era de barro. No tenía pruebas de ese banquete, pero dio por un hecho irrefutable que ese inmueble había sido comido por seres humanos de rabo a cabo, de orilla a ribera, de punta a cola.