La quiebra de la biblioteca
La biblioteca, para el invidente Borges, era explicación del universo. En sus laberintos, poblados de libros y de autores, él encontró una forma de dicha. Nosotros, hemos hallado la desgracia. En comprender un texto ocupamos el último lugar. En la cola estamos y somos incapaces de hacer algo para salir de esa ubicación. Peor. Buscamos ir más al fondo, como si existiera algo más terrible que la retaguardia. No conocemos ninguna campaña, sería y radical, que haga de la lectura el centro de la vida cívica. Mejor es esconder la cabeza, disimular la gravedad del hecho y vacilarse hasta las últimas consecuencias. El asunto es todavía más grave con lo que viene ocurriendo con la Biblioteca Amazónica.
El jesuita Francisco de Aguilar fue el primero que quemó libros, escritos y apuntes en estas tierras. Esa vocación incendiaria no requiere del fuego para prosperar. La biblioteca amazónica está quemada, en realidad. O, lo que es lo mismo, quebrada. No por falta de lectores, pues esos podrían llegar de un momento a otro, sino por falta de dinero. No hay plata en el presupuesto acostumbrado para que siga funcionando. Plata hay para otras cosas, pueriles, ridículas y vanidosas. No para mantener ese lugar. Así las cosas, hemos renunciado al porvenir donde el conocimiento es la mayor riqueza. ¿Qué lugar ocuparemos, como ciudad, como región, en comprender un texto con la biblioteca cerrada para los de acá?
Lo peor de todo es que los ciudadanos de hoy, unos más y otros menos, hemos renunciado a esa forma de dicha que tanto fascinó a Borges. Y a otros, por supuesto. La intensidad de la vida, el enriquecimiento de la experiencia humana, la plenitud del instante, se fueron al tacho. Solo una sociedad inerte, embrutecida o estupidizada puede permitir que se cierren las puertas y las ventanas de su mejor biblioteca.