Por: Moisés Panduro Coral

Lo que entendamos por alma depende de la perspectiva filosófica que tengamos de aquello que conocemos como mundo, de la elaboración cultural que logremos forjar en el transcurso de nuestras vidas, y de las certezas o dudas que podamos exhibir en torno a la razón de la existencia humana. Etimológicamente, el alma viene a ser el principio, la esencia, el élan o el impulso vital que mueve a los seres vivos. Consecuentemente, no se podría entender la naturaleza del comportamiento sin la exploración del alma, sin el desnudamiento del “ser”.

No solo los seres vivos -el hombre entre ellos- tienen alma, también lo tienen las sociedades. El alma colectiva vendría a ser la substancia basal, la matriz valórica (y antivalórica) de la que emerge una actuación social que revela por qué una sociedad como la nuestra es como es, parece lo que es, y se conforma con lo que es. Justamente, no hace mucho, en la biblioteca de un amigo sociólogo, tuve la oportunidad de hojear un libro del gran psicoanalista peruano Saúl Peña titulado “Psicoanálisis de la Corrupción” en el que se devela el moldeado complejo y amorfo que ha ido adquiriendo el alma de la sociedad peruana.

El mismo autor, en una entrevista concedida recientemente a un diario nacional señala que hay elementos preocupantes que nos hablan del imperio de lo material, centrado en uno mismo, en el individualismo, en lo convenido, en el engaño y en la mentira. “Estamos atravesando por una situación de crisis, de cuestionamiento, de predominio de situaciones de corrupción y hasta de delincuencia, que nos genera a gran cantidad de peruanos un rechazo, una oposición y un interés de ir modificando esto de alguna forma” dice, y agrega que “hay, por otro lado, peruanos -incluso pobres- que se identifican con los corruptos, porque ven que (éstos) han logrado beneficiarse y favorecerse, y ellos también (con esa identificación) quieren lograr (beneficios y favores), aunque sea en fantasía”. Esto último explicaría axiomáticamente, por ejemplo, la abrumadora mayoría de resultados electorales que hemos tenido en los últimos 25 años.

Si estos son los resultados que arroja el paciente Perú cuando se acuesta en el diván de un psicoanalista, ¿cuáles serían las prescripciones de curación para una sociedad enferma del alma como la nuestra? La respuesta lo encuentro en un discurso del maestro universitario Luis Jaime Cisneros, precisamente en la presentación del libro del doctor Saúl Peña cuando señala que si queremos cambiar la situación hay que ir a las causas y no a los efectos. “Valores y tradición han sido abandonados, cuando no desconocidos terminantemente; el campo político es el que más se ha deteriorado, pero yo quiero destacar que la causa está en el fracaso de la educación. Si la escuela no nos educa para la justicia y la libertad, y no nos educa para la verdad, no nos educa para la vida creadora. Si no nos educa para el rechazo de la adulación y la mentira, nos prepara para la muerte civil, para el manejo egoísta del poder, para la torpe administración del dinero y para hacer de la injusticia arma de manejo singular”, afirma el doctor Cisneros.

Debemos reconocer que hay un menoscabo en la implantación de valores en el hogar, y junto a ello, una escuela que ha dejado de lado su tarea medular, su propósito intrínseco, su razón de ser, que es la formación de ciudadanos. Deberíamos enseñar a nuestros niños que robar el presupuesto de un distrito, de una provincia, de una región en un país que mantiene todavía un tercio de su población en pobreza es un crimen; que engañarle a la gente con promesas electorales falsas es una fechoría pasible de ser sancionada penalmente; que comprar conciencias, pantallas, teclados y micrófonos con dineros públicos es un ultraje al pueblo que debería tipificarse como un delito. ¿Enseña eso nuestra escuela?