Con la fecha y hora que pasará la empresa de la mudanza muchas emociones se juntan. Hay que decirlo también que pone el fin a un ciclo y empieza otro, eso quiero creer. No vale caer en la tentación de poner nombres a los ciclos como huachafamente hacen los periodistas deportivos cada día más improvisados y faltos de sesera que pululan en este lado de la península.  Desde esa tarde de septiembre de hace veinte años, casi por el veranillo de San Miguel, que recalé en Madrid hasta este jueves que nos han anunciado el traslado al nuevo domicilio hago un repaso a todo lo que nos ha pasado. Lo que sí tenía claro es que tenía que repujar historias, en Isla Grande el día a día y la bulla urbana me limitaba escribir, me dije y repetía, que en el Olmo sería una buena oportunidad y no debía desperdiciarla.  Las mudanzas como experiencia en mi educación sentimental vienen desde niño, pero creo que no era muy consciente de lo que ello conlleva. Mis padres la hacían todo, solo recuerdos unos cilindros de color beige donde se apilaban las cosas para el traslado. Lo recuerdo que con mi hermano visitábamos el trastero donde encontrábamos revistas y documentos, allí mi hermano notó que mi padre había postulado y fue aceptado en la Facultad de Derecho en una localidad del norte de Perú En uno de esos cilindros perdí un cuento infantil, estaba a puño y letra. No he vuelto a saber de él. Tenía entre ocho a diez años, relataba la perdida de cabellos de una mujer por la ira e impotencia ante las situaciones domésticas. Esas pérdidas también son parte de las mudanzas. En el Olmo tenía mi rincón que defendía con uñas y dientes, no permitía que nadie ingresara mientras estaba escribiendo. Por lo general, en las mañanas. También está acumulada aquí la experiencia de los viajes por los diferentes continentes y ciudades. Los libros que releo y el desapego por otros. En medio de esos recuerdos suena el teléfono, avisan de la empresa que está todo listo. Una lágrima se ha escapado. No queda otra que preparar el equipaje.

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