Biografía Zoológica (V)

En los laberintos de la ciudad de entonces, el cumplido guardia José Arrué Reátegui ejecutaba su ronda acostumbrada. En su itinerario de servicio,  esperaba pillar a los ociosos que en plena calle, sin respetar a nadie y sin temor a la ordenanza edil, jugaban al póker, al casino, al cachito, a la mona o a la pelota. Era su intención esa lejana mañana, como desde hace tiempo, liquidar a furibundos varazos y encerronas en celdas a esa generación de degenerados. El juego malcriado se había apoderado de la urbe y él confiaba en atrapar siquiera a uno de ellos. Andaba listo a intervenir, sin cobardías o renuncias, cuando descubrió al solitario animal, que muy orondo y demasiado campante, paseaba a sus anchas por la calle Raimondi.

Era la mañana del 3 de marzo de 1932 y el ejemplar vagabundo era un soberbio y esbelto trompetero. El uniformado tuvo que olvidarse de su bronca contra los ludópatas y, en cumplimiento del dispositivo municipal que prohibía el paseo de cualquier animal en la vía pública, detuvo al trompetero. En el trayecto hacia la comisaría, con su presa en brazos, el guardia tuvo bronca contra el dueño o la dueña que se permitía atentar contra el orden callejero, que se zurraba en la ley, que se burlaba del vigente principio de autoridad. En su afán de enderezar lo torcido, se prometió que iba a dar una reprimenda al propietario o propietaria, antes de emitir el monto de la multa. Pero el uniformado no tuvo tiempo ni de alinear en su mente sus carajazos de cuartel.

Entonces, como convocados por un ánima burlona y hasta carnavalera, se presentaron a la comisaría varios ciudadanos. Alterados, altaneros, quejosos, se confundieron en un caótico reclamo por el trompetero detenido. En buen romance, eran varios los dueños del pájaro y cada cual por su lado, insistía al desconcertado guardia que le devolviera el trompetero ambulante. Don José Arrué Reátegui fingió ocuparse en clasificar al detenido, anotando las circunstancias del operativo, la hora y el lugar. Pero fue peor, porque fueron llegando más personas con la misma cantaleta.

El trompetero es un pájaro que no impresiona mucho con su figura, sus habilidades aéreas o sus aciertos en tierra, pero su canto es misterioso, lírico, espectacular. Es un canto prolongado que no parece surgir de sus entrañas, sino de otro lugar, de una cuna secreta, como una incursión en las maravillas del bosque, una inmersión en los secretos del agua. En ese entonces, en ese Iquitos de antes, el trompetero era la mascota del momento, el engreído de los unos y los otros. Era una indiscutible distinción, un motivo de orgullo familiar, un hecho que daba lustre al apellido, tener ese ejemplar en casa. Ese pájaro había reemplazado al indígena que en su momento era también signo de distinción, de linajuda estirpe.

En el peligro del momento, el asustado guardia tuvo que pedir refuerzo a sus compañeros de armas y de batidas para contener a esas gentes empecinadas. Ni despedazándole en porciones ínfimas se hubiera podido contentar a tantos. El riesgo de la violencia fue evitado por el guardia gracias a una idea salvadora.  Como no podía contentar a todos, exigió que le mostraran el documento probatorio de propiedad plumífera.

En estos años en esta ciudad animada por ánimas y animales, no hemos encontrado ningún trompetero. Esa rotunda palabra ahora no tiene que ver con la vanidad social, sino con el desperdiciado petróleo. Pero el caso del pájaro asediado revela bastante. Descubre el deseo de apoderarse de lo ajeno, de pescar en río revuelto, de tener las cosas sin esforzarse mucho, de encumbrarse aplastando a los otros, de considerase superior a los demás.