Biografía Zoológica (I)

Percy Vílchez Vela

En el ámbito de la aldea de antes, en los límites del lugar que después pasó a llamarse Iquitos, un pájaro era todo un personaje. Era su nombre campanero, era de tamaño mayor que cualquier paloma y sus mensajes, era de color canela y mostraba plumas amarillas en las alas y, hábil, diestro, indetenible, fomentaba maravillas volando en línea recta, posándose en los hombros de moradores de aquella época, cayendo en el aire en medio de vueltas, lo cual generaba un ruido semejante a una campana. Espectáculo de todos los días, ese pájaro era lo más notable en una sociedad vinculante que no excluía a los animales.

La irrepetible ciudad de Iquitos, más que una urbe ecológica es una metrópoli zoológica, donde el animal hasta puede mandar, decidir, gobernar. Desde antes del prestigio del perro como mascota ladrante y del reinado del gato contra las ratas de todo pelaje, desde los tiempos de campanero, esa herencia ya era robusta y se prefería convivir con seres de cuatro y hasta de dos patas. Entre ambos parientes o prójimos de la real zoocracia había una profunda relación. En las casas de antes, además de las infaltables hamacas, del licor escondido, andaban a sus anchas y antojos choros divertidos, machines malcriados, guacamayos de hermosos colores, loros de buen hablar, pericos sin palotes, paujiles, tigrillos, sajinos, tutacusillos y otros ejemplares dignos de ese zoológico cívico, fraterno, comunal.

La rotunda e imperecedera palabra Iquitos, por lo demás, parece haber nacido en el monte cercano, en el corral de al lado o en la criandería del vecino, porque significa ardillas. No se refiere a algún guerrero audaz como podría suponerse cándidamente. Ese animal es emblemático porque es rápido, escurridizo, como ciertos amigos de lo ajeno que andan por las esquinas o que desfondan presupuestos, como tantos políticos que cambian de camiseta y de zapatos, como algunas promesas que se evaporan sin más, como el inestable clima. La ciudad misma parece a punto de escapar o escabullirse por sus forados callejeros, sus crecientes lluviosas, sus obras inconclusas.

El pequeño, itinerante y nervioso Manuel Uriarte, que tanto caminó por la espesura, se asombró de la destreza con que los antiguos vivientes del lugar, nuestros antepasados, amansaban animales mañosos, bravos y hasta carniceros. La pasión por criar especímenes con plumas o cerdas, por vivir con individuos y sus picos o trompas o rabos, habla de un colectivo igualitario, de una comunidad animada,  donde estaban excluidos los zancudos, las moscas y otros monstruos que perturbaban la pacífica y divertida convivencia.

La historia de esta ciudad es más antigua de lo que nos dice su fundación oficial, y también puede verse desde otro ámbito, desde sus jaulas domésticas, sus galpones cercanos, sus reducidos pastos ubicados en huertas, sus cerderías visibles o clandestinas. O desde las razones de sus animales que se escapaban de sus refugios, que pastaban en lugares no autorizados, que provocaban tragedias como el de la mula desbocada que partió de la Plaza 28 y acabó en la Plaza de Armas y todavía arrastrando una carreta cargada de basura. Pero también puede verse desde la sentida versión de un anónimo periodista que lloró la muerte de un gallinazo en la calle Arica.

La biografía zoológica de Iquitos es impresionante. Y uno se atrevería a pensar que debido a la influencia de tantos animales que marcaron con sus huellas indelebles ciertos hechos, tantos episodios como veremos luego, en esta urbe no escasean las metidas de trompas y de patas, las tantas salvajadas evidentes o secretas, las pataletas por cualquier nadería, los rebuznos que pasan por declaraciones o respuestas o discursos.