Los tremendos banquetes del poder (IV)

En los anales de la gastronomía universal del poder, el emperador Montezuma ocupa un lugar apartado. No porque comiera como un goloso desenfrenado, un incontenible devorador de potajes, sino debido a que se aislaba, se escondía, se escabullía a la hora de su menú diario.   En buena cuenta,  debe ser el único encumbrado que no hacía alarde y propaganda de su afilado diente y su cultivado paladar. No  quería que los otros, hasta sus enemigos, le vieran tragar como césar romano o como tanto mandatario de hoy.  Lo más interesante es que no solía invitar a su mesa  a nadie, ni siquiera a su misma familia. Era un antiguo llanero solitario en la desbordada mesa de entonces.

El obstáculo de una tabla, a la hora de sus espléndidas tortillas o sus suculentos guisados,  le aislaba de indiscretas miradas, de inoportunos pedigüeños o de simples aprovechadores del mando supremo. No aceptaba nada a esa hora,  ni hablar  de negocios rentables o de subidas de sueldos y concesión de prebendas. En ese aislamiento del mejunje puede leerse por lo menos dos cosas. Primero, que para él la comida era sagrada. Segundo, que tragar le parecía un acto horrendo.

Es posible que para el soberano antiguo yantar era una jornada ingrata, una pesada carga que había que asumir cotidianamente. Esto es, cada quien,  tenía que soportar los incómodos ruidos que hacían los dientes a la hora de la verdad, los temibles chasquidos de los labios o los bochornosos eructos que aparecían de un momento a otro. Comer era ya dañino para la salud no solo debido a la acumulación de las terribles grasas, sino al incentivo de enfermedades. De potaje en potaje también se moría.  Es posible que pensara con rechazo en que cada preparado se convertiría sin remedio en una porción de excremento.

El emperador Montezuma era un tipo refinado, tan pulcro y muy aseado que antes de todo, antes de la hora nona de su rancho, era servido por bellas damas de esa época. La ceremonia del yantar a solas comenzaba cuando cuatro hembras le llevaban agua para que lavara sus altas manos. Una quinta criatura  le alcanzaba la toalla para que se secara convenientemente. Después, siempre feminista,  permitía que otras dos mujeres le entregaran las calientes y apetitosas tortillas.  Luego, de entre treinta tipos de exquisito guisado, escogía el de su eventual preferencia para ese momento, como si eligiera el plato del día.

En las antiguas costumbres comestibles de antes, las  suculentas tortillas y el excelente guisado eran depositados en recipientes que se ponían en una labrada tabla de oro cubierta con un bordado mantel. Entre los preparados pululaban ídolos auspiciadores de los intereses locales de esa época. Eran pequeños y fornidos y es posible que el emperador azteca simulara conversar con ellos para torear la soledad que se había impuesto a la hora de contentar a su panza encumbrada.

Para el señor Montezuma comer no era motivo para la manipulación o para el desborde de la vanidad personal o de grupo. Pero para sus contemporáneos trepones el banquete era señal de que tenían más que los otros, que podían más que nadie. Y así se ejecutaban grandes comilonas donde se arrojaba la casa por la ventana y la puerta. Es posible suponer que el emperador solitario no asistía a esos excesos. Y si aceptaba una invitación, se escondía  detrás de su tabla  para comer a sus anchas. Entonces, el tremendo banquete de Montezuma, era una fiesta solitaria.