Me levanté temprano, me palpé el cuerpo, comprobé muy despacio que no me había convertido en un parásito. Resoplaba mientras leía unas páginas de “La metamorfosis”. El día nos deparaba escenarios muy emotivos. La mañana era de sol pero no intensa como el día anterior. Íbamos a ir a la tumba de Franz Kafka, en el cementerio judío y para ello tomamos el metro. En la puerta del cementerio no dimos cuenta que debimos bajar en la otra parada y caminamos como un kilómetro para llevar al cementerio judío. Esta ruta no está llena de turistas. El cementerio estaba lleno de árboles, fresco. Tan fresco que vimos que una abuela había ido con el carrito de su nieto a pasar un buen momento acompañado de todas las almas. En la puerta del nuevo cementerio judío, así se llama, un señor con su kipá, muy amable, nos indicó que camináramos más por un largo sendero y que encontraríamos donde está el escritor de Praga. En una banca frente a la tumba encontramos a una chica japonesa que tomaba fotos con su móvil, pero muy discreta. Al ver la tumba saqué inmediatamente el libro de “La metamorfosis” y leí un párrafo que había escogido para esta ocasión. En la tumba está junto con sus padres y sus dos hermanas que murieron en un campo de concentración nazi (hay una placa de homenaje a ellas). Tener su tumba ante mí fue como un zurriagazo emocional, no pensé que llegaría hasta ella. Nos repusimos de la emoción y nos encaminamos al Museo de Kafka, nos recibe con una inmensa K a la puerta de la entrada. El museo rescata el ambiente en que vivía Kafka, hay escaleras con poca luz, habitaciones en claroscuro, bajas escalones, suenas pasos del suelo de madera, hay teléfonos donde al otro lado de la línea hay una persona que nos habla. Con la información del museo te formas una mejor idea (y te llenas de preguntas también) de la vida de este escritor silencioso de Praga. Era un reconocido burócrata, se puede ver un manual de seguro de la aseguradora que él pergeñó. Es nuestra capacidad de sublimación que hablan los psicoanalistas. Así buscando otras huellas de él llegamos a una de sus casas donde vivió, al lado del Castillo de Praga, que también lleva el nombre de una novela de él, “El castillo”, y pudimos ver la vivienda donde moró un tiempo con su hermana. Una casa pequeña y modesta, dicen que en ella escribió muchas de sus obras. Era de un gran simbolismo: al lado el poder del catillo en toda su magnitud y en una casita un escritor narrando los enredos del poder – recuerdo la angustia del personaje de “El proceso”. Desde el castillo dominas visualmente la ciudad, aquí adiós a la tranquilidad. Hay personas que suben y bajan con apuro al castillo y a los alrededores. Ya muy cansados, y lleno de Kafka, fuimos a comer en un restaurante coreano para cerrar el viaje.
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