AUTOFICCIÓN [3]

Por Miguel DONAYRE PINEDO

El paso inclemente del tiempo deja huellas. Es implacable el deterioro. Una arruga por aquí otra por allá. Canas hasta para regalar [mi padre con guasa amazónica me dice que parezco a un obispo por la calva]. Encontré a un amigo luego de casi veinte años y me dijo en tono de confesión que se teñía el pelo, mierda como está el patio me reprocho. Es que no podemos detener las agujas del tiempo y nos agobia los sentimientos de la inmortalidad. Pienso que lo más interesante de la persona humana es reconocer que somos finitos, no somos inmortales y que no hay paraísos terrenales, aquí tenemos la gloria y el infierno. Quizás en ese rollo de las arrugas es de resaltar la actitud de Robert Redford, no ha acudido al cirujano, quiere mostrarse tal cual con las arrugas ante el fastidio de sus fans. Me parece honesto. Mirando la tele perulera en ese período de inmersión y con el jet lag acogotándome miro a las mujeres que salían en mi tiempo en la caja boba. Algunas portan con glamour el peso de los años aunque se nota cuando sonríen y se esboza una arruga al lado de los labios pero siguen guapas. O a los patas que salían en películas muestran las barrigas de los años y han perdido el encanto de galán que encarnaban, las nuevas generaciones pisan fuerte aunque son muy ligeros y plásticos. Así como observo a ellas y ellas me miro las canas, la alopecia, la guata. Pero hay otras que por el contrario, en esa carrera por la inmortalidad lucen otro rostro, casi no pueden reír. Queda apenas un rastro tenue de su antiguo rostro. Me provoca risa y tristeza a la vez. El cirujano se ha pasado tres pueblos y anda ufano de su saber. Me río a solas por esos despropósitos. Es que la vejez mejor llevada es más sabia, decían los filósofos antiguos.