ESCRIBE: Álvaro Ique Ramírez
Fort Myers (Florida, EE.UU.), agosto 21 del 2021

*Los condenados locos, esos retardados mentales que no queremos ver, fueron recluidos en leprosarios porque El Quijote resucitó, Hamlet volvió a matar a su tío asesino y Horacio Quiroga escribió el cuento «La gallina degollada» 

«Los muchos libros a unos hicieron sabios y a otros locos». Petrarca

La locura en la literatura universal ha sido contada con muchas letras por la sabiduría    griega y con loco frenesí por el paganismo romano. Y ni qué decir de la cultura asiática y sus dioses caprichosos, imprevisibles y oscuros.

Podemos decir que la literatura alberga un inmenso manicomio, claro está, modificándose con el tiempo y con los cambiantes paradigmas sociales.

Y el desenfado correcto: en el siglo XV los marginales, los forajidos, los herejes, los libertinos y los locos —el bolsón de apestados sociales— ocuparon el espacio que había sido de los leprosos, y con el tiempo encerrados en las prisiones. Lo que vino a continuación fue desproporcionadamente simple: el daño y la amargura triturándolos en su yugo. Y no tardaron en bestializarlos y confinarlos en el laberinto ominoso del juicio y el castigo.

Hasta aquí una atingencia espontánea sobre la locura y el loco.

Es que de ambas materias está hecho lo que a continuación voy a decir.

El libro «Tierra de orates», de Patrick Pareja Flores (Editorial Tierra Nueva. Junio, 2021. Iquitos, Perú), es el ‘textículo’ de la locura. Consta de 15 historias —cuentos y relatos que no voy señalar la cantidad de ambos debido a una supersticiosa manía que nunca desatiendo, y no voy a excusarme por los abruptos e imprecaciones aquí vertidos—. Historias que reptan las franjas periféricas de ciudades con la sal volcada y de aldeas lejanísimas que el alba les queda muy grande, y la ‘falsedad’ de los menos civilizados imposibles de exaltar la vida.

Su escritura se mueve como si fuera una araña.

Prosa deliberada, cristalizada, ágil, opaca, refulgente. Traidora, arrabalera. Boxeadora. Astuta, manejable, cínica. De sintaxis apta. Su eficacia narrativa se percibe en el desplazamiento de la palabra de un personaje hablando por el autor, que en su espacio solitario a veces se ausenta o se vuelve sombra. Es una realidad ausente la experiencia pura o movimiento ficcional. El lenguaje no se circunscribe en la disposición espacial, sino que se desplaza en los bordes que son ‘lugares’ donde otros personajes hablan, y como una filtración de agua, interrumpe los párrafos, emplea diferentes composiciones tipográficas para volver más atrayente el texto. Los diálogos abren o cierran la historia elaborada. Su sentido no solo es lingüístico. Hay una referencia externa creando una situación extraverbal que lo define. Entonces el desciframiento de los sobrentendidos del cuento (El país indigente). Y no hay que perder de vista el candoroso intríngulis, someramente cínico, asomando al final su aleta de tiburón (Buenos días, señor ministro). Es decir, el arte de su ficción alude y sugiere, pero no narra. Su maestro es Hemingway.

En este mundo empírico de «Tierra de orates», los modos de vida y los lenguajes originado por un narrador ‘insano y neurótico’ —hundido en lo mórbido de la psiquis, sin echar mano del ajenjo, el opio y la pichicata—, el antihéroe vive envalentonado en su mundo paranoico, de aventura, delito y trasgresión. No hay conversión del perdedor, más bien, nunca se zafa de la trivialidad cotidiana. Su constante tensión no calza con que le pase algo malo al perdedor, sino con la experiencia de su fracaso.

Son esos oscuros y ‘pobres’ seres colgando de un hilo. Como dato adicional fueron traídos por cigüeñas putas: el badulaque y el caifán, el trucho piojoso y el pasota changarín. El perejil chantapufi, el cangalla, el turro y el motochorro, el chiringo perdedor; el fracasado de mierda, el huevón postmoderno. El gato apestoso. Mujeres con tanta bravura. Pirujas. Hembras déspotas y desalmadas. ¡Un ramillete precioso!

Este es un libro atrabiliario opuesto al control de la lógica cultural provincial y/o departamental.

Patrick Pareja, a diferencia de Ray Bradbury, es un narrador sin afanes morales. Y asegura que en literatura las normas, reglas y la asquerosa burocracia no sirven para nada. Y jamás te dice lo que tienes que leer y no. Tiene una voz personal —jamás privada—, conectada a vasos comunicantes que son las voces colectivas de otros escritores. Es un discípulo letrado de la estética tradicional y de otras poéticas narrativas contemporáneas. Está inmerso en la vida, pero como no puede ir al África, como sí lo hizo Rimbaud, define los hechos en relación con la memoria y explorando los límites del lenguaje y la noción entre la verdad y lo real.

Patrick Pareja no ha escrito todavía una novela. Su producción es un conjunto de poesía, de cuentos y relatos de distancias cortas y largas, lo que nos permite imaginar que va a construir un texto narrativo pensando en una futura novela.

Quien lee este material narrativo buscando la verdad, se va a encontrar con registros como áreas aisladas que son un vacío hasta que nos topamos con evidencias fragmentarias colocadas como mentiras deliberadas.

Esta obra trae un tipo de problemática a la literatura: renovación en el contenido, detalles técnicos y una simplicidad narrativa muy construida (hoy por hoy, el debate se centra en el mayor modelo de reconversión: Bioy Casares). Y tensión entre el cuento y la sociedad como espacio público de construcción implícita y definición de registros estéticos.

Libro arbitrario que define una posición de lectura. Y soporta preguntas y configuraciones interpretativas del lector que se la pasa leyendo y del que lee mal. A pie firme resiste al lector que disputa con el narrador y con el que distorsiona, incluso hace visible lo invisible para aquel que lee letra por letra. Ya que nos referimos al lector, ¿por qué no dejar que cuaje el pensamiento de grado sumo de la mítica Alejandra Pizarnik?: «Cuando escribo jamás evoco a un lector. Tampoco se me ocurre pensar en el destino de lo que estoy escribiendo. Nunca he buscado al lector, ni antes, ni durante, ni después». Y como jugando florea cruelmente con su verso lunfardo al lector goruta: «Lectoto o lecteta: mi desasimiento de tu aprobamierda te hará leerme a todo vapor», (Praefación. Prosa completa. Penguin Random House, Grupo Editorial. España. Febrero, 2021).

Patrick Pareja es un revulsivo generacional.

Pero no se define como un escritor de vanguardia —mal que le pese, su narrativa y poética le arrastran de los pelos, como a otros jóvenes disidentes—, pero sabe con claridad lo que no quiere hacer en estos tiempos que se repite que ya no hay vanguardia. Tiempos psicóticos, artificiales, atomizados; horrorosamente imponiéndonos la cultura de masas como un espacio de manipulación. Pero ni por asomo debe considerársele «en el marco de una tradición en la que el artista termina por romper con la institución artística y el concepto mismo de obra de arte, la máxima aspiración de la vanguardia», (Las tres vanguardias: Saer, Puig, Walsh. Ricardo Piglia. Eterna Cadencia Editora. Buenos Aires, Argentina. Julio, 2019).

Sobre estos contrapuntos, he aquí una joya: «El desafío mayor de la renovación literaria, le sería presentado al regionalismo: aceptándolo, supo resguardar un importante conjunto de valores literarios y tradiciones locales, aunque para lograrlo debió transmutarse y trasladarlos a nuevas estructuras literarias […]. Vio que, si se congelaba en su disputa con el vanguardismo y el realismo crítico, entraría en trance de muerte», (Transculturación Narrativa en América Latina. Ángel Rama. Editora Nómada. México, 2019).

Muy necesario el párrafo anterior. Sabido es el mal aire que hay entre las perturbadas lilas y sobre los pomelos de estación. Pero el autor —PPF— de «Tierra de orates» no se liga con el ‘mal vivre’. Anda ocupado con su escritura densa, filuda y llena de peligros.

Cerremos el libro. Y dejemos a los locos ensimismados en su tierra tropical.

La locura, estando como estaba, atada de pies y manos, encerrada en una mazmorra, Patrick Pareja se hizo el desentendido —el perejil, suena mejor—. Haciéndose el loco dejó que se le escapara: «Dama Loca, ruborizada volverás a mis brazos».

La locura en la literatura, signo apocalíptico y decadente en todas las épocas. ¡Obvio!