Son alrededor de las seis de la mañana y ojeo los diarios, esa mala costumbre que tengo desde la adolescencia. No son las hojas de los diarios con grato olor a tinta, no, son los “folios” digitales de los periódicos que te excluyen de ciertas noticias y que tienes que pagarla para estar informado. Me comentaba una amiga que ella desde muy temprano huye de leer periódicos y de escuchar noticias, eso no va conmigo. No necesita llenarse la cabeza con los acontecimientos del día, ella prefiere sus propios acontecimientos le atiborren los pensamientos. Soy de los que prefiere leer las noticias temprano y comentarlas con F sí es importante. Así al margen de estas decisiones de leer o escuchar, o no, noticias leía que George Steiner había fallecido, lo dijo uno de sus hijos. Para mí esa noticia fue un varapalo, era uno de los pocos humanistas que todavía quedaban en este océano incierto y de tiempo líquido. Recuerdo que una vez en Cagliari, en una cena después de una reunión, me senté al lado de una señora que me comentó que traducía a Steiner, me llenó de asombro. Sí, me dijo, no es un escritor fácil. Luego a través de otras lecturas observaba que en las citas a pie de página mencionaban a Steiner o glosaban sus comentarios que podían o no estar de acuerdo con él. Así empecé a seguirlo y no he dejado de hacerlo. Leí, muy naif  “En el castillo de Barba Azul” que me dejó con muchas ideas bullendo en el escritorio, sobre todo relacionado con la floresta de Perú y la manera de pensar sobre ella. En plena crisis del desafecto y afectos contradictorios con Europa de propios y ajenos, disfruté de la lectura de “La idea de Europa” entendí mejor la historia del viejo continente, sus procesos y mares de fondo, la idea de una Europa con sus diferencias y sus puntos de encuentros. Sigo tras de sus libros, es el mejor homenaje a un amigo literario, leerlo mientras parte.

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