Un escalofrío imprevisto se apoderó de su rostro y su conciencia. La pregunta que el abogado le había propagado lo estaba esperando desde el primer día en que se encontró solo, al canto de un barranco. Sabía que había llegado el fin de todo su tormento. El defensor que había contratado lo miraba como si con los ojos trataba de rebuscar la verdad en su consciencia. El doctor decidió tomarse otro trago de cerveza. Respiró hasta los huesos, miró hacia adelante, sobre los hombros de su interlocutor, y dijo:
—¡Soy inocente!, ¡claro que soy inocente! —dijo con voz enérgica y sin desdoblarse.
Su eco pareció traspasar los poros de cemento de aquel bar donde sonaba una vieja “chicha” ochentera que no le recordaba nada. Desde las otras mesas se dispararon miradas hacia el doctor. El médico ahogó su mirada en el vaso de cerveza y buscó en aquel líquido las aguas rabiosas que se llevaban a la tierra por nada. No lo encontró. Tiró su mirada al suelo y buscó en aquel piso gris el río de saliva que había formado de tanto escupir.
Luego sintió que su garganta se había convertido en un desierto. Tragó más saliva para proseguir con su alegato. Sus labios gesticulaban, pero no se le escuchaba la voz. Se dio cuenta de su afonismo y tragó un poco más de saliva que le sobraba en la boca.
—Tómate otro trago, doctor, y quítese de la garganta lo amargo que le dejaron esos muertos.
El doctor sabía que ese trago no sería lo suficiente para calmar su ansiedad. Que ese trago no borraría de su mente aquel pueblo fantasma, aquellos muertos que lo enfermaban cada cierto tiempo, que le quitaron el espíritu y el sueño. Con la mirada fija en aquel pequeño río de saliva que se discurría por sus pies, le volvió a la mente aquel río que lo llevó hasta el fin de su consciencia, aquel cementerio náutico en el que él era un sepultero acuático. Veía en aquellas líneas saliveras aquel río que lo habían llevado a ese pueblo postrero, donde su espíritu se ahogaría con el tiempo.
Francisco Donayre había cumplido veinticinco años y ya era un año que se había recibido de Médico Cirujano. Su aire aventurero lo había llevado a aceptar su primer contrato como jefe de un puesto de salud en un pueblo de la frontera del Perú.
La escasez de movilidades fluviales que le pudiesen llevar hasta ese pueblo no había sido prevista por el joven médico, pero tampoco lo vio como un obstáculo para conocer más allá de su ciudad natal, Iquitos.
A los pocos días supo que la única movilidad fluvial que iba hasta su lugar de trabajo era una embarcación del ejército peruano. Aquella nave realizaba un solo viaje al año tanto de ida como de regreso. El joven médico, a sabiendas de todos estos percances, no sintió desmayo en sus planes y decidió seguir.
Después de navegar treintaicinco días, desde el día que zarparon de la ciudad de Iquitos, el joven doctor ya no parecía tan emocionado como el primer día. El viaje era agotador y tedioso. El habituarse a la vida castrense no fue fácil para el doctor, que estaba más acostumbrado al trabajo intelectual y no a los trabajos pesados que se realizaban en la motonave, en la que él era uno más entre los soldados. El doctor veía, entre sus compañeros de viajes, a jóvenes que más parecían niños que iban a defender las fronteras. En uno de esos días, en horas de la mañana, el capitán de la embarcación le había hecho saber que ya se encontraba cerca de su destino. El motor de la nave hizo un ruido ronco con mucha dificultad, lento y en ascendencia. El joven pensó que ya había llegado a su puesto de trabajo.
—¡Doctor, llegamos a San José de Pucapanga, un lugar que ni siquiera nuestros políticos quieren conocer! —sentenció el capitán con su voz ronca que parecía quebrarse en dos.
El puerto de aquel pueblo estaba desierto de vida humana. El doctor decidió desembarcar y descubrir el lugar donde iba a trabajar. Desde la proa había una considerable altura para llegar a la superficie plana de la tierra. En medio de la proa y la planicie no existía ningún tipo de dársenas que permitiesen llegar hasta el pequeño bosque empinado. Sólo había pedazos de tierra en desplome suspendido, que poco a poco se deslizarían y se irían hasta el fondo del río. Con mucha dificultad, y agitado, llegó hasta el plano de la tierra, descubriendo una fauna liliputiense. Al subir, un pequeño talud, en forma de media luna que estaba a punto de irse con la furia del río, parecía mirarle extraño.
—No te asustes, muchacho, por esta zona siempre los terrenos están en pendiente. No te ha de llevar el barranco en un año —le dijo el capitán desde su espalda, sin ver su rostro, como si su consciencia le estaría hablando.
El resto de soldados ayudaron con lo que quedaba de su equipaje del doctor, desafiando siempre a las pendientes que amenazaban llevárselo hasta el río.
El doctor no dejaba de preocuparse por saber en qué parte de todo ese espeso bosque quedaba el pueblo. Dio unos cuantos pasos hacia adelante y sintió la frialdad en sus pies. Vio que sus zapatos estaban dentro de un pequeño charco formado por la lluvia. Al instante escuchó acelerar el motor de la nave, y con una rapidez fugaz, volteó y retrocedió hacia el peñasco para ver a la lancha que se desprendía de la rampa, y que su nombre, “Libertad”, se hacía notar más visible mientras viraba para seguir con su rumbo. Eran aproximadamente las seis de la mañana, una neblina consistente y espesa se había apoderado de todo lo ancho del río. Con tristeza y soledad contemplaba la desaparición de aquella nave, que hasta llegó a pensar que era un barco fantasma.
Parado sin saber qué hacer, se sintió solo en el mundo sin saber a dónde ir. Se había agachado a agarrar unas cuantas maletas para ir en busca del pueblo y presintió que alguien lo estaba fisgoneando. Discretamente, sin mover la cabeza, buscó con los ojos al causante de su corazonada. Vio que, desde una parte del monte que se encontraba a su diestra, algo quería salir a la luz, pero un temor invadía su ser por enfrentarse a lo nuevo. El doctor se puso firme y buscó con la cabeza erecta a su escrutador. Como crece una planta, fueron irguiéndose parsimoniosamente un grupo de personas de raras apariencias. Casi todos llevaban vestimentas hechas de sogas y hojas largas y secas, tupidamente bien amarradas a un cincho doble. Sólo uno de los escudriñantes se distinguía de la vestimenta; llevaba puesto la ropa que usaba la gente común de la ciudad. Miraban al doctor como queriendo lavarle la conciencia con sus miradas. El joven doctor no supo qué decir, la aparición de sus acechores lo había impresionado. El silencio se rompió, como el hacha rompe el leño, cuando se varó una pregunta en el viento:
—¿Quién eres tú?
El doctor masculló algunas palabras sin sentido, con temblorosa voz, hasta que la firmeza ser apoderó de él, ordenó sus ideas y dijo:
—Soy el doctor de este pueblo.
Unas voces raras se escucharon de esas bocas que el joven doctor no supo interpretar. Hombres y mujeres iban prorrumpiendo dicciones propias de su entendimiento, mientras avanzaban detrás del único hombre que hablaba español. El hombre se acercó más al joven doctor; sus seguidores miraban impresionado al médico asustado.
Después de una larga pausa, habitada sólo por miradas, el silencio parió de nuevo la palabra y se escuchó decir:
—Pero desde hace muchos años este pueblo ya no cuenta con un doctor —dijo el hombre con una elocuencia castellana.
—Me contrataron para trabajar en este lugar, ¿o acaso este pueblo no es San José de Pucapanga? —dijo el doctor buscando en cada rendija de esos ojos la respuesta.
—Sí, este es San José de Pucapanga y se está acabando con la peste —contestó el hombre escondiendo su mirada.
—¿Qué peste? —preguntó el doctor con la voz envejecida.
El hombre se quedó mudo como si fuera de nacimiento. Sus acompañantes compartieron el silencio abnegado; volaron las miradas de sus rostros como aves libres del cautiverio. Una lágrima circunspecta y dura cayó hacia el pequeño charco que se encontraba en dirección de sus ojos.
—La tierra está enferma, doctor, como todo el pueblo, por eso es que el agua se lo está llevando, como la muerte se lleva a esta gente enferma —declaró el hombre con el corazón duro de pura tristeza.
El doctor sintió que el alma se le iba en pedacitos en cada suspiro que emitía estupefactamente. Pensó que vino al lugar equivocado, que lo mejor era huir de ese lugar, pero ¿por dónde? Veía el sufrimiento sin ficción tomando reino de aquellos pobres rostros llenos de esperanza. Exangües rostros llenos de líneas geométricas representando el origen del mundo. Adornos colgantes en las cavidades nasales como en los lóbulos de las orejas. “No hay otra alternativa que enfrentar el problema”, se dijo el doctor mientras pedía ayuda para que llevasen su equipaje.
Cuando llegaron al pueblo, este constaba con cuatro malocas que formaban un círculo en medio de todo el extenso y tupido bosque. En el lugar sólo vivían aproximadamente veinte personas, de las cuales, quince de ellos estaban en agonía por una enfermedad que ni sus plantas les podía salvar. Al joven doctor lo alojaron en una maloca vacía. El hombre distinto se acercó al doctor para pedirle que le acompañe a visitar a los enfermos.
En la primera maloca a la que habían entrado, los mórbidos estaban postrados. Marido, mujer y un pequeño de aproximadamente siete años. Todos llevaban figuras espaciales en el rostro. Por separados, los enfermos parecían no resistir más. El doctor se acercó al pequeño, descubriendo que éste ardía en fiebre, balbuceando palabras raras en su lenguaje, mientras su piel estaba llena de pústulas. Cuando cogió su rostro vio que sus ojos colapsaban. El joven se asustó y sintió que su valor se escapaba de su cautiverio. Los mismos síntomas verificaron en los demás enfermos. Al culminar su visita, sin titubear, concluyó que lo que padecía esa gente era de peste. El hombre se acercó al doctor para preguntarle qué es lo que padecía el pequeño pueblo. A lo que el doctor contestó:
—Peste. ¿Cómo es que se contagiaron?, ¿acaso nunca recibieron alguna atención médica? —preguntó el doctor con cierta conmoción.
—En los cuarenta años que estoy viviendo acá, sólo en siete de ellos tuvimos un doctor, pero estuvo unos días y no volvió más.
El galeno lo miró aguardando un mutismo. Quiso justificar las razones que pudo haber tenido su colega, pero mejor decidió no decir nada.
—Pero yo creo que fue la propia naturaleza quien trajo la peste. Es la maldición de la naturaleza a esta tierra. Doctor, esta tierra está maldita, por eso el río se lo está llevando. Usted habrá visto, doctor, como este pueblo se está acabando, no sólo por su gente, sino también sus tierras. Es la maldición del dios Qipa porque matamos a sus demás hijos. Aquellos hijos que siempre vivieron buscando pleitos. Ellos eran otro grupo de gente que vivían por acá nomás. Yo los conocí cuando era niño. Ya un poco grandecito, el ejército me reclutó en su lancha y aprendí este “hablar” en todo el tiempo que permanecí con ellos. Luego de muchos años regresé a mi pueblo, que es este, y entonces ya no encontré a ese pueblo que vivían por acá nomás. Mis parientes, los pucapangas, los habían matado a todos porque no quisieron que una mujer de su tribu se una a un hombre de pucapanga. Ahí empezó el conflicto y los pucapangas acabaron con ellos. Eso es lo que me contaron a mi llegada.
Al término de la confesión, se escuchó un griterío en una de las malocas. El facultativo siguió el grito y entró en la maloca. Vio que un hombre estaba tirado en el suelo, cerca de su tarima, y su mujer, desde la lejanía en la que se encontraba, se acercaba poco a poco, como si fuera un párvulo, para socorrerlo. El hombre que seguía al doctor agarró de los brazos a la mujer y la jaló a un lado. El doctor levantó su camisa para cubrir sus fosas nasales, tocó la vena yugular y supo que el hombre estaba muerto. Le hizo saber al hombre y este le transmitió a la mujer. La viuda empezó a proferir unos gritos como si fuera el graznar de alguna ave de mal agüero, se acercó al cadáver, con unos recipientes que había cogido de donde parecía ser la cocina de ese hogar, y con unos delgados palitos empezaba a coger la sustancia de los receptáculos para luego con ello esbozar en todo el cadáver líneas geométricas hasta llenarlo toda la piel, delineando en esa piel el historial de ese cuerpo, su origen y su fin.
Al culminar el día, cinco de los quince postrados habían fallecido. Los que parecían sanos cogieron los cadáveres llenos de siluetas geométricas y los llevaron hasta las orillas del río. Después de unos rituales y unos griteríos, como si esos gritos fuesen las mejores armas para enfrentar a la muerte, despeñaron los cadáveres que se hundían hasta lo más profundo del remanso, junto a las grandes ramblas. El joven médico, al ver esta escena, se sintió un completo inútil.
No había pasado ni una semana para que todos los que se fueron postrando, terminaran muertos, y los que todavía parecían vigorosos, cayeran a poco tiempo postrados. Apocados, sus rostros deslumbraban desesperanza y resignación ante la muerte. El doctor se fue llenando de esos espíritus exinanidos, creyendo sentir los mismos síntomas que sus pacientes. Entre los acometidos por la peste, estaba el hombre que siempre acompañaba al doctor.
El cirujano vio que los únicos que habían resistido a la muerte ahora estaban a punto de fenecer. Trató de hacer algo para ellos. Entre los pocos medicamentos que poseía para los males, seleccionó los que podían sanear algunos de los síntomas y los combinaba en una dosis para convidarlos. No hubo ni qué clase de reacciones. Los alifafes se habían convertidos en crónicos y no había alivio para ello. En uno de esos días, el hombre que compartía su entendimiento le dijo:
—Por qué viene a curarnos, doctor, cure a la tierra enferma ya que usted tiene el don de curar todos los males. Cure a la tierra para que vuelva a ser habitada algún día. Cúrela, doctor, para que el río deje de llevarse esta tierra que dio refugio a mi pueblo. Cure a la tierra, doctor, porque también está enferma, pero no tan grave como nosotros. Porque fue esta tierra enferma las que nos contagió su mal y, a pesar que nos pidió nuestra ayuda, nosotros nunca quisimos ayudarla. Cure a la tierra, doctor, porque nosotros ya vivimos muertos.
El cirujano escuchó cada palabra atentamente y supuso que aquel hombre estaba ya en la fase de delirios. Luego observó a los únicos enfermos que estaban dispersos en toda la maloca, los observaba deteniendo el tiempo, mientras desgranaba la tristeza con los ojos.
La tristeza nunca tuvo mejor rostro que en aquellas efigies agonizantes y desvariadas. Corazones agónicos que latían menos vivos en aquellos pechos desvaídos, casi fantasmas. “Nunca sentí el viento impuro y cadavérico de la desgracia en mi pecho”, se dijo el joven doctor cuando escuchaba los delirios espectrales de los moribundos.
Llegó la noche y esta se parecía a las llagas de los dolientes, llagas carcomidas por las moscas. El doctor tenía que llevar a dos, de los cinco aquejados, a precipitarlos al río.
Al día siguiente, arrastró dos cadáveres más hasta las orillas de la rambla para arrojarlos. Después de los dos últimos cadáveres que había tirado, el único vivo que quedaba era el hombre con quien había compartido diálogo en los últimos días.
Sentado en medio de la maloca, solo, cuidando al último enfermo, sus ojos parecían dos pozos oscuros, llenos de preocupación, como si hubiera dejado de escuchar correr al tiempo. Se acercó al hombre y veía en él cómo la muerte maduraba con toda su sevicia. Siempre con un pañuelo que cubría las narices, notó que sus ojos desvariaban lentamente como un barco ebrio. Vio cómo la vida dejaba de existir en aquel hombre. Notó que el cuerpo tomaba posición en las partes que no llegaba antes, se estiró un poco más, y un último suspiro dejó de existir en su pecho. El graduado supo que el hombre ya estaba muerto. Aunque los avances del barranco se habían acercado a pocos metros de las malocas, el doctor decidió enterrarlo en medio del pueblo. No hubiese soportado lanzar un cuerpo más a las corrientes del río. Desesperado por la soledad, labró un hondo hoyo largo y ancho con sus manos y con otros objetos útiles. Al término, enterró el último cadáver. Lo cubrió con esa tierra maldita, con esa tierra oscura y muerta, llena de desconsuelo.
Al terminar de cubrir el cadáver, Francisco vio como el silencio dormía por primera vez. Se acercó a la orilla de la rambla, que no estaba muy lejos de las malocas, y percibió que grandes pedazos de rampas seguían siendo llevadas por la furia de aquel río, dejando al pueblo de Pucapanga como una media luna cubierta de bosque. Ojeó sin ojear más allá de sus ojos. Supo que la vida que amó toda su existencia dejaba de latir muy lentamente en aquel barranco frívolo. Entonces, en un estado de trance vivo, corrió sin saber a dónde, sin saber que pies trasladaban su cuerpo y que cuerpo obedecía a sus pies. Percibió que volaba y que sus pies cubiertos de barro lo llevaban al bosque. Y se metió en lo más tupido de la arboleda en busca de una esperanza. Después de un largo trajín por la floresta, entre correrías y tropiezos, volvió a dar con el pueblo. Pensó entonces que debería buscar la esperanza en otro lugar.
Había pasado más de una semana y el doctor trataba de resistir a la muerte y a la locura. El abismo barrancal había llegado hasta las malocas y ya se habían llevado la mitad del pueblo. El doctor sentado en medio de un talud muy considerablemente, agrietado, percibía que el cuerpo que había enterrado yacía untado como raíz de árbol, resistiéndose al fuerte caudal del río. Observaba sus piernas colgadas al vacío. De rato en rato, muy cerca de él, la tierra se desgajaba propinando un sonido grueso y ascendente como un ventarrón que llega de golpe. Ese sonido empezó a causarle náuseas y malestar en el corazón. Grandes espumas, espesas y cremosas, recorrían en vaivén por los pies de aquel acantilado. Volvió a ojear al difunto que seguía resistiéndose con la mitad de su cuerpo en el aire. “Parece que a la tierra le hubiesen crecido muertos de tanta peste”, pensó el joven. Con un pedazo de palo increpó en medio de la grieta que mediaba a la tierra firme del pedazo de tierra desgajada. Empezó a desasir al talud que guardaba la otra mitad del muerto. Fue en uno de esos esfuerzos que vio cómo el pedazo de tierra se deslizaba llevándose al extinto, completamente, hasta lo más profundo de aquella poza náutica. Se sentó en medio de un pedazo de tierra en cuesta, próximamente a punto de ladear, a mirar el acantilado, a observar el remover del río, las cadenas de espumas densas que zigzagueaban tras la última zozobra del postrero pedazo de escarpa. Las cadenas de espumas dejaron de moverse, perdían volumen y se liliputienzaban hasta parecer espumas fantasmas.
Cerró los ojos, y cuando los abrió, vio que eran las mismas espumas, pero ya no sobre el río, sino sobre un suelo pavimentado. Levantó la cabeza sobre la mesa y descubrió que el abogado que había contratado estaba justo frente a él y se estaba llevando el último sorbo de cerveza que le quedaba en el vaso. Cuando acomodó el vaso vacío sobre la mesa, preguntó al joven doctor:
—Estamos sentados como media hora en este bar, y le pregunté que cómo se considera usted de la denuncia que usted mismo se impuso. Me contesta que es inocente y luego se queda en silencio. Le dejé que cavilara un momento sobre la gravedad de su caso. Ahora le vuelvo a preguntar: si se considera inocente, ¿por qué se impuso usted mismo una denuncia sobre homicidio masivo donde usted es el denunciante y el denunciado? Realmente no lo comprendo. Si no le detuvieron para que lo metan a la cárcel, es porque piensa que usted está loco y porque esperan saber qué es lo que arrojan las investigaciones —dijo el abogado con una seriedad intacta y con su voz implacable.
El doctor lo miró sin increparle con la mirada. Sudaron sus ojos y con la pesadez de su respiro, dijo:
—Para eso lo contraté, señor, para que defienda mi caso. El caso de mi conciencia. Claro que soy inocente como también soy culpable. Su único trabajo es defender a las dos partes de este caso. Porque nadie más podía denunciar por esas muertes, la pobre muerte de esa gente, que solo yo mismo.
(Cogido de: Llena de luna. Gerald Rodríguez. 2014-Tierra Nueva)