Somos viajeros de nacimiento/ Bruce Chatwin
El hastío de los cuerpos gastados/ Percy Vílchez
Uno de los escritores de muchos registros en la Amazonía es Percy Vílchez Vela y en todos en los que incursiona no baja el listón. Es de una fuerza y vitalidad hercúlea, y de gran compromiso con la escritura. Impenitente caminante por el gran patio de aguas sean estas fluviales o marinas. Es un partisano en pie de guerra en un lugar donde se premia el olvido, el dinero fácil, los chanchullos y el halago empalagoso. Percy está ajeno a esos sanedrines cicateros e interesados. En sus registros ha repujado un ensayo etno-histórico sobre los Ikito, un texto de historia aliñados con fotografías sobre el caucho de gran factura que remece a quien lo lea, ha trabajado sobre la vida de Julio C. Arana, todos esos precedentes sin dejar la poesía y la narrativa con la misma fuerza y sin caer en sosos tópicos tropicales. Todavía saboreo sus relatos inspiradores de su libro “Inquilinos de las sombras”. Recuerdo que en mis tiempos en la manigua fue él quien me propuso para tener una columna en un diario, deuda eterna a él. Por estos días en pleno estío de Madrid he vuelto a releer el poemario “Mural de las aguas” de Percy, donde se apoya en el recurso amazónico más vital y de biogénesis como es el agua. Está divido en tres partes: Suplico a los dones, Plegarias a las ruinas y Rituales de siempre. La primera vez que lo leí me quedé impresionado por su contundencia, era un gran libro de viajes sin extrañar a Bruce Chatwin. Vílchez está pintando un gran y dilatado mural como los pintores mexicanos que tiene que ver la memoria histórica hídrica de la selva y de su país. Un rasgo de la poética amazónica es su trashumancia, como así podemos ver en Jorge Nájar, Ana Varela y otros, Vílchez reafirma y recrea con creces este marchamo errabundo. Nómades no sólo geográficos sino también con el paso del tiempo, revisita los lugares sagrados cargados de historia y a otros donde se pone esa carga histórica a través del poema. Su yo poético está cargado de preguntas, de enfados, de esperanza por un mundo diferente, sobre la existencia peregrina. No sólo es el poeta que canta contra el solipsismo estéril en la floresta sino que ha desplazado y quebrado las fronteras en la historia, en la difícil topografía peruana. Trata, y lo consigue, de zafarse de un centro, logra descentrarse y crear muchos centros geográficos. Ha hecho del mundo parte de su territorio, pinta la gran aldea, se ha apropiado y resignificado de los paisajes, de ciudades grandes y pequeñas, todo le vale para expresar su obstinada posición ante el mundo. Cajamarca, Chiclayo, Panguana, Lamas, Caral, Rioja. En ese inventario de pueblos y personas da luz en los rincones de la historia a Inés de Atienza, mujer que participó en la aventura de El Dorado ¿es una amazona reconvertida de esta aventura? Todo material y recurso, “artefacto”, le vale a Vílchez para sus salmos. En este camino por este país fraccionado hay un poema “Oración de los bajos fondos” donde demuestra su caústica ironía con lo que ocurre alrededor, en esta nación que no enrumba, que no se incomoda, que parece mostrarse feliz en los lodos de la corrupción, termina la oración: Una banda formemos para robar comida hecha/ galones de gasolina/ títulos recientes. Es un caleidoscopio mordaz por la historia y el fustigante presente. Siempre es bueno volver a Vílchez para renovar los conjuros contra la rutina y el pensamiento débil.