Desde que hay de por medio una inminente mudanza todo lo que venía haciendo con cierta rutina se ha desplomado – las rutinas tan denostadas, muchas veces, al menos para la vida administrativa vital tiene sentido si no te perderías. De alguna manera, valoro esa rutina que no nos hacer perder el norte, los planes a medio plazo y los de largo aliento. Siento en estos días que me gana y ha ganado el caos. Para ello tengo mis propios indicadores de esa tensión. Un ejemplo, es que empiezo un libro y luego de ir leyendo con cierta voracidad me detengo sin más y doy largas para terminar el libro. Todavía no encuentro el motivo de esa parálisis repentina en plena lectura.  No sé qué me pasa, pero entro una vorágine que pareciera que no tuviera fin. Es un bucle sin salida, camino a tientas. Cada día que pasa y se acerca el día de la mudanza siento que hay mariposas que revolotean mi estómago ¿por qué tanto miedo escénico? Sabemos que los nómades vivimos en este continuo contrapunto. Es un marchamo que no debemos de olvidar cuando gana el sedentarismo en un lugar. Cuando pensamos que hemos encontrado cierta paz o estabilidad  – que lo que tenías controlado o de rutina- llega de un de repente un seísmo que altera completamente todo. Se abren grietas y otra vez te invitan a coger bártulos e irte. Esa “inestabilidad del desarraigo” la he vivido siempre desde la infancia por los viajes de mi padre – a pesar de tanto éxodo mi padre es un ser arraigado a su terruño. Cuando sentías que tenías tus amigos y patas, ibas conociendo la nueva ciudad irrumpía como un río el aviso del viaje y se removía todo. Tenías que hacer el equipaje y otra vez a comenzar. Puedo decir que en mi infancia tengo amigos contados con los dedos de la mano y muchos de ellos se han perdido en la memoria. Pero hay que dejarse tanta cháchara y rehacerse para hacer maletas otra vez.

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