VIAJE EMOCIONAL, LENGUAJE PERSONAL Y SILENCIO EN “A DÓNDE VOLVER” DE ANDREA CABEL
ESCRIBE: Gerald Rodríguez. N

“…la mujer poeta es una contradicción,

ella ha sido la belleza que ha inspirado

al creador masculino”

Catharina Vallejo

La tesis de “volver”, en la poética de Andrea Cabel, no es nostalgia sino un arriesgado método. A dónde volver (Revuelta Editores, 2024) como pregunta y como impulso organiza un viaje que hace del regreso una forma de conocimiento: la experiencia retorna para ser medida con una regla nueva: la del lenguaje. Las páginas convocan escenas íntimas (habitaciones numeradas, cocinas austeras, veredas rojas, vuelos y aeropuertos) y, sobre todo, un cuerpo que aprende a hablar consigo mismo. De esa exploración salen cinco líneas de fuerza: los vaivenes emocionales, el silencio como técnica y la asepsia del dolor, la invención de un lenguaje personal, el eterno retorno como arquitectura, y el viaje (no solo geográfico) que marca la poesía escrita por mujeres cuando decide emancipar su dicción.

El ir y venir de lo emocional en el libro A dónde volver no es un ornamento: es métrica del afecto. La voz sube y baja como marea; puede declararse “pánico absoluto” y enseguida pedir “no te vayas nunca”, rogarse estabilidad mientras el verso se quiebra en una respiración entrecortada. En “volver” el día “amanece más temprano para mí”, pero la prontitud no trae claridad: es premura, es correr a colocarse “orejeras”, “guantes”, como quien prepara una cirugía emocional. Ese péndulo pulsa también en “verde es”, donde la puerta se abre y se cierra en un titubeo que no es indecisión sino señalar el umbral como lugar del poema. Cabel trama el vaivén con procedimientos reconocibles: repeticiones (el “mayana, / mayana” que insiste como mantra), inventarios que se inflan hasta rozar el ahogo y cortes tajantes que vacían lo excesivo. En ese ritmo, ternura y aspereza conviven: la invocación a la “hermana” o al “papá” roza la caricia, pero el encuadre es clínico (“breve cavidad de grito”, “esquirla”), de una frialdad que contiene y organiza el temblor.

A ese sacudón lo arropa el silencio. Cabel escribe al borde de lo indecible y convierte el callar en procedimiento. El silencio aquí no es mudo; es una forma de sentido que permite que la imagen respire sin ser sofocada por la acotación. Muchos poemas se encuadran en estados generosos, títulos que bajan la voz, fragmentos que apenas rozan el enunciado. Cuando la voz confiesa “soy infeliz”, no rompe el callar: lo hace audible en su interior. La palabra, así, practica una elipsis severa que confía en la complicidad del lector. Se trata de una ética de la contención: decir solo lo imprescindible para que la experiencia (y no su dramatización) sea lo que acontezca en la página. Esta economía es también una crítica: al renunciar al exceso, el poema rechaza la espectacularización del sufrimiento que tantas veces se espera del discurso sobre lo femenino.

Entonces ahí nace la asepsia del dolor: no la insensibilidad, sino la higiene del decir. A dónde volver monta un quirófano simbólico. Se “insertan” guantes, se preparan superficies, se calculan dosis (“lyrica 500 mg.”), se cuidan “pedazos de polvo” para no infectar la herida con retórica. El léxico de la limpieza, la luz y el metal (“centro duro de luz”, “caja fuerte”, “guirnaldas”) depura la escena y la pone a foco. Incluso cuando asoma la épica del parto (“nueve meses rompiendo tejidos”), el registro se resiste al desborde y opta por el corte mínimo que deja ver nervios y suturas. Esta asepsia no enfría; al contrario, permite mirar de frente. Allí donde otros poemas se derramarían, Cabel elige una gota exacta. Y esa gota, por su precisión, quema más.

Para sujetar esa pureza, la voz inventa un lenguaje personal. No se trata de rarezas gratuitas, sino de la construcción de un idiolecto que le permita decir lo que en la lengua común no aparece. Se vuelve ventana, letra, canal; nombra su cuerpo con materiales (madera, sal, vidrio) y funda una mitología doméstica donde “candelabros vuelan”, “nudos azules” laten y la cocina se reduce a “tomates, cebolla rota”. El código íntimo se refuerza con marcas gráficas (letras sueltas, barras, listas, minúsculas) y con la insistencia de claves (“v,w,x,y; entreloscastillosdek”) que funcionan como talismanes. Esta escritura del cuerpo rehúye la universalidad abstracta: sabe que solo se alcanza lo común desde una singularidad radical. Por eso, cuando la voz dice “mi sangre, de ojos grandes” o “mi boca es el mar”, no es metáfora decorativa; es un registro civil del yo en el idioma que el yo necesita.

Ese lenguaje edifica su casa en la figura del eterno retorno. La experiencia vuelve, pero no en círculo muerto, sino en espiral. Regresan el mar, el polvo, el pájaro; regresan habitaciones (“309”), barrios (“Pueblo Libre”), santos (“san antonio I”), frases (“a dónde volver”), y cada retorno añade una variación que afila la herramienta. La repetición produce identidad: el motivo retorna para reconocerse distinto. En este sentido, el libro puede leerse como una partitura de motivos que reaparecen en nuevos compases: el nudo (a veces azul, a veces de garganta); la caída de la hermana, del nogal); el vuelo (imposible o urgente); la lista (que ordena y desordena). La poeta ensaya y reescribe, como si pasar de nuevo por el mismo lugar fuera la única manera de saber dónde se está.

El retorno es también un infinito viaje. No hay épica del desplazamiento grandilocuente: el trayecto se mide en interiores (habitaciones, pasillos, escaleras), en microgeografías del barrio y del cuerpo, en un aeropuerto donde lo íntimo se expone a la intemperie. La naturaleza aparece como aliada y espejo: el mar “revienta contra una roca”, la espuma acompasa la respiración, la luna es “un paisaje de vainilla” que suaviza el filo de la noche. Entonces el viaje, así, es conocimiento por tránsito; no hay meta a la vista, hay práctica de ir. La voz aprende caminando “la misma vereda… de azúcar y distancia” y acepta que la insistencia (volver, volver) es la condición de posibilidad de su decir. En esta clave, la poesía femenina que Cabel encarna mueve los límites de lo decible, no tanto para llegar a un puerto cuanto para ganar una herramienta.

Es importante señalar que este retorno tiene una política tenue pero firme. Cuando la voz decide el silencio, rehúsa la obligación de explicarse; cuando limpia el dolor de adornos, rechaza el consumo de la pena como espectáculo; cuando forja un idioma propio, disputa autoridad en un territorio donde la lengua común no la incluía. El yo lírico que se nombra con materiales, que inventaría la casa y la sangre, que habla a la “hermana” o a la “mamá”, hace de lo doméstico un laboratorio de soberanía. Allí se escribe una emancipación concreta: la de quien se permite decir sin permisos, la de quien se toma el tiempo de su respiración.

Quizá por eso A dónde volver abre y cierra con gestos que interpelan al aire. Un epígrafe sueña con “inventar un pájaro / para averiguar si existe el aire”: no hay metáfora más precisa de esta poética. El pájaro es el poema, el aire es la posibilidad de sentido; se escribe para probar si respirar todavía es posible. En el viaje, la voz pide “tenemos que volar lejos” y a la vez se obliga a volver a su cuarto, a su vereda, a su cocina, porque solo allí su pájaro aprende a batir las alas. El resultado es un poemario que convierte el vaivén emocional en ritmo, el silencio en aparato respiratorio, la asepsia en ética, el lenguaje personal en patria y el viaje en método.

A dónde volver, finalmente, es una región del retorno como acto de valentía. Volver al cuerpo para que no se vaya. Volver al lenguaje para arrancarle una palabra viva. Volver a los objetos cotidianos para que sostengan el duelo sin teatralidad. En ese ir y venir, la voz de Andrea Cabel encuentra su timbre: uno que habla bajo y corta hondo, que rehúye la estridencia para ganar claridad, que acepta que lo más propio se dice con pocas palabras. El libro invita a que volver no es retroceder: es probar otra vez la llave de la lengua en la cerradura del mundo hasta que, por fin, abre. Y cuando abre, el aire (ese pájaro) existe.

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