ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

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Pero a mediados de los noventa los veloces roedores con los que me topaba súbitamente en el baño o en mi habitación eran el menor de mis problemas. Por esos días las causas de todas mis tensiones y sobresaltos eran mis padres, quienes ya estaban sumidos en una gran y larga crisis de pareja que terminaría, unos años después, destruyendo su matrimonio. (Lo único que queda de él, en verdad, son las fotografías de la boda, oficiada en 1975, pocas horas antes de la muerte de Pasolini; luego del divorcio, ninguno de ellos quiso quedarse con los álbumes y acepté conservarlos en mi casa para que no los echaran a la basura). Con mi madre tuve una difícil relación durante mis primeros años, pero luego de egresar del colegio mejoró ostensiblemente. El derrumbe de su matrimonio nos unió mucho y nos convirtió en buenos amigos y hasta en cómplices; una tarde, que no voy a olvidar, me pidió que saliéramos a dar una vuelta en su auto. Luego de media hora conduciendo por nuestro barrio, nos detuvimos al costado de un parque medio muerto y me dijo que hacía un año salía a escondidas con otro hombre. Me hizo prometer que no se lo diría a nadie. De vez en cuando me contaba de él, de a dónde salían, de qué hablaban, y alguna vez hasta me pidió consejo. Yo la escuchaba atentamente, y si tenía algo que aportar, lo hacía. Nunca me hizo sentir incómodo esta situación, a pesar que entendía que era bastante anómala, y no recuerdo haber sentido remordimiento alguno por la posibilidad de estar traicionando a mi padre, quizá porque tenía muy claro que él ya no merecía mi lealtad.

Nunca conseguí llevarme bien con mi padre. Durante mi infancia y adolescencia, él se comportó de manera brutal conmigo, tanto sicológica como físicamente. Ejerció ese derecho no escrito, mas para él natural, desde que yo tenía siete u ocho años; lo sé con seguridad porque me recuerdo en el colegio, en primero o segundo de primaria, en las clases de gimnasia, intentando satisfacer las preguntas de mis compañeros sobre porqué tenía las piernas cruzadas por marcas de correazos. El motivo para flagelarme podría ser cualquiera y nunca recibí explicaciones de por qué se me destinaba ese tratamiento. Mientras yo iba creciendo, él amplificaba la magnitud de su violencia, y comenzó a entremezclar las patadas y los puñetazos con los insultos y las humillaciones.

Los dos párrafos anteriores es una parte mínima –y no la más conmovedora- del conjunto de palabras que Juan Carlos Yrigoyen ha elaborado a manera de novela de autoficción y que ha dado en llamar “Pequeña novela con cenizas”. Quienes siguen esta columna habrán notado que por estos días no hago más que hablar de ella o, mejor dicho, vivir con ella, sentir con ella, desvelarme por ella, ensimismarme por ella. Porque, aunque suene un poco extraño, no solo de mujeres uno se puede enamorar. También de novelas. La de Yrigoyen es una de mis amores, ¿si

1 COMENTARIO

  1. Sí, Jaime se nota que estas enamorado de ese libro. Habrá que leerlo. Hoy 06 de agosto, después de 12 años y unos meses más. Será un día que recordaré, como el tiempo mencionado.

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