Recuerdo de mis maestros

Tengo gratos recuerdos de mis maestros de secundaria, aunque varios de ellos ya no están. El de Geometría y Trigonometría era bravazo. Los muchachos nos referíamos a él con el apelativo de “Fu-Manchú”. Era alto, de contextura delgada, pelo crespo abundante y alborotado, y bigotes terminados en punta y curvados hacia arriba, característica que a nuestros ojos le convertía en el doble del famoso ilusionista británico que adoptó ese seudónimo. “Fu-Manchú” vestía siempre una guayabera blanca y hacía magia con los números, con los cálculos de áreas de figuras geométricas y con las funciones  trigonométricas habidas y por haber en un triángulo.

El problema es que quería que todos seamos magos con los números, y eso era ciertamente complicado para el 90% de la clase. Entonces sacaba a relucir su regla de madera en forma de T que usaba para sus trazos de figuras en la amplia pizarra verdeoscura del salón. Las posaderas de varios de mis compañeros de promoción deben sentir hasta ahora el ardor del reglazo trigonométrico que recibieron por no convertirse en sus fieles discípulos. Yo no recibí ningún reglazo, pero sí que me aprendí bien eso de los senos y los cosenos, las secantes y las tangentes y todas sus inversas.  Y, claro, se lo debo a “Fu Manchú”.

Otro maestro que dejó huella imborrable en la secundaria de varones fue el profesor Amaya. Venido de algún lugar de Cajamarca, era joven, de baja estatura, flaco y de andar pausado, el pelo lacio le caía por la frente de rasgos andinos. Cada clase era una cátedra magistral, y al escucharle no sabíamos sí el colegio había contratado un profesor de química como nos presentaron o un ingeniero químico con doctorado en Harvard. A medida que sus manos dibujaban ágilmente las complejas funciones químicas como si fueran figuritas simples, el polvo de las tizas de varios colores que caían al suelo cambiaban el aspecto cromático de sus zapatos.

Era un verdadero monstruo de la química. La pizarra que iba de pared a pared se empequeñecía frente a su talento. Con la química inorgánica aprendí como se formaban los óxidos, los ácidos, las bases y las sales, de manera que podía explicarle químicamente a mi padre por qué su piedra de afilar  adquiría esa tonalidad marrón y ese típico olor a herrumbre cuando hacía fricción con los metales de su machete y de sus herramientas, en presencia de agua. Y con la orgánica llegué a explicarle mejor el  aroma del fermento de la chicha o el suave efecto alcoholizador de una cuñushca de yuca.

Y yo no podría haber aprendido a amar a mi país si no hubiera tenido maestros que me enseñaron con pasión su historia y geografía. Patricio Veintemilla, un docto en la historia de las culturas preincas y de la civilización andina fue uno de ellos. Siempre elegantemente vestido, hacía su clase en la forma de un discurso para conversos. Cierto día hablando de la guerra civil incaica dijo que una vez apresado Huáscar, su hermano Atahualpa ordenó que le tuvieran a “pan y agua”. Levanté la mano para preguntar cómo podía ser posible eso “si los incas no fabricaban pan”. Con una sonrisa bonachona me respondió: “Es una metáfora que quiere decir que muriera de inanición, pero para ser más estrictos como tú quieres podríamos decir que Atahualpa ordenó que le tuvieran a papa y agua”. Su respuesta fue -para mí- una lección de historia, de significado, de paciencia y de maestría, en un solo acto.

No puedo terminar este breve recuerdo de algunos de mis maestros sin mencionar a Eiser Pinedo. Era de hablar pausado, vestir elegante y personalidad calmada; en su clase desplegaba una mirada crítica al Perú virreinal, independentista, republicano y contemporáneo. En un examen trimestral anunció que el examen tendría sólo tres preguntas y que cada respuesta correctamente argumentada sería calificado con 7 puntos. “Pero eso da 21, profe”, los muchachos. “Le pondré 21 al que me responda bien”, el profesor.

Me saqué el 21. Y mi mamá guarda ese 21 como la prueba incuestionable de la vocación frustrada de historiador de su hijo primogénito.