Era un junio del que todavía tengo el recuerdo. El FICA estaba en sus años de agonía y, qué paradoja o premonición, el principal impulsor de esas jornadas canoras –no el iniciador ya que ese lugar le corresponde a Raúl Vásquez y otros que lo acompañaron- falleció intempestivamente ese año, es decir José Silfo Alván del Castillo. Entre otras cosas, ese festival servía para que los periodistas entrevistemos a figuras nacionales y extranjeras. En años anteriores, por esos días de junio, era frecuente encontrar en el hall del hotel –donde hoy se ubica la UCP- a figuras como Armando Manzanero, Silvia Pinal, entre otras.

Andaba de reportero en Radio Arpegio y vivía –como hoy, quién diría- todo el día empeñado en la práctica del periodismo. Se me había encomendado entrevistar a todas las figuras que llegaran o que estuvieran por las inmedicaciones del escenario, ya sea platicando con el público o coordinando detalles con los organizadores. Cuando veo llegar al señor Augusto Polo Campos, quien iba apurado. Le alcanzó a decir: “señor, unas palabras, somos de Radio Arpegio de Iquitos”. Al instante y con la espontaneidad que le brotaba desde que apareció en este mundo, nos lanzó una frase inmortal –como las canciones que hoy todos coreamos- y sin dudas ni murmuraciones: “Sería un sacrilEGIO, no escuchar ArpEGIO”. Dicho esto, siguió su camino.

Don Augusto Polo Campos –ese genio nacido en Puquio, policía más de una década de su vida y autor de temas emblemáticos para elevar la autoestima de los peruanos y, también, para recordar los sentimientos desperdigados- ha fallecido en la víspera del aniversario de Lima, ciudad que tanto quiso y que le cobijó en una época donde los provincianos tenían que ingeniárselas para sobrevivir. Y vaya que este genio, tenía  de sobra ingenio. En alguna oportunidad le preguntaron cuál era el secreto de su éxito y la principal herramienta con la que contaba y respondió sin ningún tipo de rima: la palabra.

Sí, don Augusto Polo Campos, más allá de sus frases llenas de la huachafería limeña de la que ya estaba contagiado, era un ser que hizo de la palabra un motivo de su vida. Un instrumento de su existencia. Y con ella componía, en pocos minutos, las canciones que resumían largas historias de vidas propias y ajenas, amores vividos y comprometidos, circunstancias coyunturales y naturales. Con la palabra, Augusto conquistó el mundo, pasando por Lima y dejando huella –como es el caso que motiva este artículo- en todos los escenarios donde se presentaba y y cautivaba con su atrevimiento. Con esas cualidades visitaba Palacio de Gobierno ante el llamado del Presidente de la República de turno y, también, para abrirse camino en los jirones de Lima donde los transeúntes le reconocían. Así que su muerte debería servir para que le rindan homenaje a él, sí, pero también a la palabra y al atrevimiento, condiciones que creo imprescindibles para abrirse camino en cualquier parte del hemisferio, hasta en el cementerio. Descanse en paz, señor.