Cuidaba a mi niño en la sala de emergencias de un hospital. Había sufrido un grave accidente y requería no solo de mi presencia y mi desvelo, sino de la sapiencia y la experticia de los médicos y enfermeras que lo estaban atendiendo.
Un poquito más allá de su cama, una niñita, de un año aproximadamente, se encontraba en su lecho rodeada de equipos que medían sus signos vitales. Minúsculas lucecitas rojas y verdes en los aparatos, indicaban que la pequeñita luchaba por su vida. Tenía un tubo ingresado en su boca, unos respiradores en su nariz, sueros colgando de la pared que se continuaban en vías que finalmente terminaban incrustadas en sus endebles bracitos.
Sus padres estaban vigilantes. Pude ver la angustia en sus rostros, iban y venían por el pasadizo con pasos apurados, se dirigían a un rincón y los veía mover sus labios en silencio seguro para recitar oraciones al Todopoderoso por su pequeña. Vi también médicos que se turnaban para evaluarla constantemente, enfermeras haciendo checking de los equipos de rato en rato. La niña no estaba abandonada. Que tenía un respaldo profesional y un soporte espiritual, era más que evidente.
Cinco días después yo continuaba en emergencia con mi niño ya superando el difícil trance, aunque en permanente observación. La niñita, igualmente, ya había dado las primeras señales de que la difícil prueba por la que estaba pasando estaba siendo superada. Entonces me acerqué al padre y le saludé para conocer mejor el estado de su niña. Le dije que me conmovió verlo allí atento a cualquier indicación que le daba el médico. Para mi sorpresa, él me dijo casi lo mismo: vi a usted sentado con la cabeza reposada en el borde del lecho de su niño, persistentemente, tomándole de sus manitos, levantándose cada vez que venía el médico o la enfermera, preguntando sin descanso como va su niño. Y también me conmovió, me confesó.
Varios días después, trasladaron a ambos pacientes al pabellón de pediatría. Mi niño fue dado de alta antes que la pequeña de mi amigo, mejor dicho mi nuevo amigo, pues ésta es una amistad hecha en una sala de emergencia, iniciada y consolidada en medio de la tribulación que es tener un niño en grave estado de salud en un hospital público. Cada vez que nos encontramos en la calle, la pregunta de rigor es sobre nuestros niños.
Lamentablemente no es éste el caso del niño shawi de un año y tres meses que falleció hace dos días en un hospital de Yurimagüas. Tal vez nosotros tuvimos suerte porque nuestros niños se enfermaron de gravedad un día en que algunas bestias no estaban haciendo huelga, o acaso será que acudimos a un hospital en el que un dirigente gremial tiene clara la diferencia entre lo que es la lucha sindical, aceptable, entendible o rechazable constitucionalmente versus la brutalidad inconcebible, detestable y ruin de un grupete de infames salvajes que impidieron que un médico atienda a un niño que luchaba por su vida en una sala de emergencia. Me imagino la perplejidad y la rabia del médico Millones y de sus colegas frente a la agresión de estas alimañas que, sin ningún derecho ni potestad alguna, boicotearon el cumplimiento de su juramento hipocrático.
Nosotros tuvimos suerte, sí. Los médicos y enfermeras pudieron hacer su trabajo, pudieron atender a nuestros niños, lograron rescatarlos del sufrimiento y recuperarlos para nuestra alegría. No puedo dejar de pensar en la aflicción infinita de los padres del niño shawi que, venidos desde su Balsapuerto natal, confiaron en que su pequeño recobraría su salud. Quizás no entiendan todavía la crueldad con la que actuaron unos seres que dicen llamarse humanos.
No puedo negarlo. Un sentimiento de indignación invade mi espíritu cada vez que pienso en esa agresión execrable y en la muerte del niño shawi. Ojalá que algún día los miserables de espíritu que la perpetraron se pudran en el infierno.