En abril del 2015 una amiga que compartía departamento solo con chicas y -casualmente-, yo solo con chicos, me pidió que alojase en casa a su mejor amigo, Nicolás, chileno de 32 años e ingeniero químico de profesión, que había llegado a visitar Europa para luego ir a Marruecos.
Acepté con gusto recibir a Nicolás, aunque eso representara dormir en el sillón para cederle mi cama. Lo mismo, limpiar el departamento para que éste luzca más limpio y ordenado. Ni qué decir de mi espacio en la refrigeradora, que para que luzca limpia tuve que invertir cerca de 3 horas.
Cuando Nicolás llegó a casa, no me preguntó de dónde era. Él ya sabía que yo era peruano. Por supuesto, tampoco le pregunté de donde es. Sabía que él era chileno. Recuerdo que conversamos de cualquier otra cosa, de hecho, unas de nuestras conversaciones estuvieron dedicadas a César Vallejo y Violeta Parra. Intenté hablar del cura chileno “Alberto Hurtado” pero al parecer Nicolás estaba poco enterado respecto a él.
Dos días después, se unió a nosotros Adrià un joven valenciano con quien fuimos a buscar alcohol y comida. Lo pasamos muy bien. Hablamos de todos los temas que nos unen a los jóvenes de hoy y de las cosas a las que diariamente nos enfrentamos para sobrevivir.
Nicolás tenía planeado estar quince días en casa. A la semana de haberlo recibido, inicié “El Camino de Santiago” por lo que tuve que despedirme de él, diciéndole que se queda como en casa. Lo puse en contacto con mis compañeros de piso, para que pudieran atenderlo durante los días que me encuentre fuera.
A la mañana siguiente, partí alrededor de las cinco de la mañana. Nicolás estaba despierto desde antes. Tomamos desayuno juntos y cuando me alisto para cargar mi mochila e irme, me dice: tengo un regalo para ti, “todo peregrino debe llevar consigo una botella de vino”, me dijo mientras me entregaba el obsequio. Recuerdo que no tenía espacio para más cosas en la mochila; sin embargo, hice magia para guardarla.
Fue un gran gesto, más aún cuando en los días anteriores nunca hablamos de lo que nos separa como nación, sino de lo que nos une como humanos, como jóvenes de una generación responsable de las generaciones futuras. Es por eso que con la polémica de la nacionalidad del pisco recuerdo este momento que conservo con mucha simpatía porque más que un producto o un país, somos humanos y en una era donde los valores pierden su razón de ser, debemos seguirlos cultivando, para seguir siendo eso, personas que instruyan e inspiren a nuevas generaciones con valores, sin camisetas ni -mucho menos-, banderas.