Trilogía de Miguel Donayre

Reproducimos un fragmento de la novela “Insomnio del perezoso” como una forma de motivar a nuestros lectores. Además les informamos que a partir del martes 17 de abril habrá ejemplares en la Librería Iberoamericana en Madrid y en Iquitos en Imprenta “Daniela”, Trujillo 1565, Punchana.

18 de mayo

La epístola de Carlos Quinto Nonuya fue un campanazo. Me dejó con el corazón helado. Aterido. Repasaba cada una de sus palabras. Destilaba arrepentimiento, culpa. Horror. Descargaba sus demonios y culpas al tiempo, era como lanzar una botella al mar y ver quién se la lea [el Tunchi la halló en ese piélago de papeles]. Pedía perdón. Narraba con descripción macabra lo que pasó en esas estancias sanguinolentas. Me sobrecogía. A ratos un escalofrío recorría mi cuerpo.

El caucho desarboló el monte como contaba la abuela. Se estrujó al bosque para conseguir más goma, exigían los clientes y automóviles allende a los mares. No dejaron lugares vírgenes, desfloraron la selva y sembraron hondos prejuicios que se han fortalecido. Desollaron tallos. Secaron cenagales y espantaron a los dueños del monte, a los mosquitos. Palmaban indios y no les sobrecogía el remordimiento. Eran infrahumanos para sus ojos, no eran personas. Sabandijas. ¿Hemos dejado de mirarlos así? Me temo lo peor.

Todavía les cae el sambenito de indios piojosos y bullangueros. Perros del hortelano y que ponen cancelas para el crecimiento económico al impedir que se aprovechen sus recursos naturales. Cholos egoístas.

¿Nos hemos vacunado contra la barbarie del Putumayo? Por lo visto, falta mucho por hacer, la vacuna ni siquiera lo pensamos. Sigue el dominio colonial. Esa brutalidad contra otros seres humanos puede regresar en cualquier momento y no se hace nada

para revertirla. La educación que recibimos sigue portando ese infecto virus racista y de descepe frente a los recursos naturales. Es una relación de conflicto, no dialógica. «No me vengas con esas florituras, el progreso trae muertes y no pasa nada», me replicaba uno de los colegas periodistas ante mi rollo sobre este genocidio. Me amedrentaba cuando vuelvo al testimonio de Carlos Quinto. Me paralizo. Puteo. Maldigo.

Los políticos con quienes colaboraba redactando discursos y loas, cerraban los ojos cuando se opinaba sobre el Putumayo. Son preocupaciones de intelectual transmontano, me paraban en seco. A los indios hay que darles aguardiente y pedirles el voto, el

resto no interesa, me decía un alcalde de una municipalidad por el río Marañón. «Hablas eso porque no vives la necesidad de la gente, no jodas, chiquillo iluso», me comentaba un experimentado abogado. Gana la indiferencia ante lo que pasó en La Chorrera. No escarmentamos, somos el animal que se tropieza dos, tres veces con la misma piedra. La deslavada memoria en los bosques.

Lo paradójico y cruel era que Carlos V moraba la maltrecha zona gris, pasajero magullado de esos mundos enfrentados. A punto de ser irreconciliables. Era un indio igual a los que morían bajo el fi lo de su machete. Sus carrillos eran deformes porque mambeaba coca por más de los disgustos del jefe, se podía vislumbrar en esa fotografía en blanco y negro del libro de ese magistrado.

Su mirada era de extrañeza y al vacío. Era una estampa extraña, observaba a los verdugos. Al brazo ejecutor de la crueldad. El corte de pelo al estilo bacinica le hacía parecer más viejo de lo que era. Su olor era del pijuayo, fruta del monte. Abanderaba

correrías. Cumplía con mansedumbre las órdenes del patrón sino moría y sería rociado de sal para la comida de los perros. ¿Obediencia debida? Cumplía ciegamente lo que le ordenaban. Le ganaba el remordimiento si dejaba de cumplirla, sufría un vacío indescriptible, era faltar al patrón. Se proclamaba civilizado y lo era. La civilización era para él matar al otro por un salario. Apretar las tuercas para que emergiera la goma. No solo fueron los caucheros sino también indios que mataban a sus propios congéneres. Se sumaron los fuliginosos barbadenses que también asesinaban y se arrepintieron. La ingeniería del mal se metió en la piel de todos.

Los jefes de sección descoyuntaban personas, y seguidamente, como si no pasara nada, escribían cartas a sus hijos que estudiaban en el extranjero o compraban bisutería para sus noches de lujuria con mujeres que los esperaban con un nudo en la garganta. La

muerte campeó. Se conocieron esas muertes y se callaron. Fueron cómplices. Es peor, seremos cómplices si tratamos de silenciar la memoria. Enterrarla.

El alma en pena de Carlos desde ese rincón solicitaba clemencia. Era la imagen del lobo hambriento que anidamos dentro y que puede prorrumpir cuando menos esperamos. Esos indios ignorantes, rezaba hace poco un político cuando reclamaban que en su comunidad la compañía petrolera los intoxicaba con aguas residuales, por el río Chambira. Pedigüeños. Vendidos. Apenas te das la vuelta te clavan el cuchillo. Que se quejan por todo, quejicas de los cojones. Les llovía denuestos.

El mundo se puso patas arriba por la borracha, la shiringa. Se mataba por no traer los kilos de goma o porque les salía de la punta de los pies a los cabecillas. La avidez por encontrar los manchales de goma era lo que primaba. Se mataba por eso. Aunque no era solo Carlos V, hubo muchos otros que asesinaban a sus mismos hermanos de etnia, de su sangre. La peligrosa zona gris donde los principios se diluyen a favor de la fi era alojada en no sé qué parte del cerebro. Puta madre, la globalización gomera irrumpió en el dosel del bosque y encarroñó la selva. La emponzoñó. Salía pus de los ríos. Todavía lamemos los rescoldos que quedaron como alimentar los chiflados planes de carreteras para expandir la frontera agrícola, erigir inmensas centrales hidroeléctricas aunque el manatí huya a morar en piscinas artificiales como en la represa de Balbina, cerca de Manaos, por las desquiciadas construcciones de trenes o trasvases de aguas.

Desgraciadamente, la floresta sigue alimentando proyectos disparatados como la siembra de soja en miles de hectáreas de monte arrasado. Habrá que tocar los tambores, que hablen los abuelos, no silenciemos estas muertes porque quien calla otorga.

1 COMENTARIO

  1. Alla por el 1980, cuando salio a la luz el grupo cultural urcututu, creamos y montamos la obra teatral LLANTO VERDE, en ese tiempo tan cercano y lejano, empezamos un nuevo9 ciclo, tanto como esteticamente el montaje de una obra teatral como temas que nunca se habian tocado, ahora al enterarmente de est as publicaciones , escritos por miguel me da un gusto enorme que salgan a la luz aquellas atrocidades, y tambien no hay que olvidar en la epoca de belaunde la matanza en requena, un abrazo.

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