ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
¿Hacer frente a un político advenedizo que nunca estuvo preparado para el poder es solo agradable cuando la juventud y vocación que llevas dentro imposibilita medir el peligro que ello puede acarrear? ¿Llevado por el ajetreo de media docena de empleos ha sido la mejor decisión encomendar a un colega la misión de conversar con un narcotraficante que retornando a Iquitos deseaba recuperar el dinero que guardaban sus “socios”? ¿Ha sido una irresponsabilidad genética tomar risueñamente las habladurías de colegas que siempre intentaron mezclar su mediocridad inventando placeres que siempre han sido ajenos?
Hoy que veo con mayor calma las circunstancias adversas de la vida y observar que hasta la polémica básica se ha perdido en la floresta he vuelto a las preguntas que cada cierto tiempo ocupan mi tiempo.
Eran los primeros años de la década del 90. Por la muerte intempestiva de la autoridad de turno, un advenedizo de la política logró ocupar el mayor puesto político de la provincia. Obnubilado por el poder y, como todos, creyendo que era el llamado a salvarnos de la barbarie comenzó a formar su propio grupo político. Para ese fin, no permitía oposición y no contento con los adversarios que tenía, también comenzó a ver como adversarios a quienes desde la prensa no hacían caso a la partitura por él escrita. Aconsejado por sus consejeros y, como tenía a su disposición una radio de la que se creía heredero por lo que se ha dado en llamar “derecho de chaveta”, comenzó una campaña subterránea para que se riegue por todos los lugares posibles que quien osaba criticarlo era homosexual. Con los medios a su disposición, con las gargantas que él mismo aceitaba esas voces hicieron su trabajo. Quién diría que esas mismas voces no tardaban en avisar de las órdenes que la autoridad impartía y que, a veces, se demoraba, en cumplir con la remuneración. Muchos años después, esos protagonistas rentados se reían junto con el «insultado» repitiendo la frase: “qué pendejo la Chachi, di ñaño”.
La noticia del traslado de un narcotraficante poderoso a Iquitos fue tomada con calma. Ya calmado en su celda el narco mandó un emisario a la redacción del diario para que el director del fuera al penal porque tenía varias bombas mediáticas. Avisado de la petición se comisionó al editor para que converse con semejante personaje. Con las facilidades del caso el narcotraficante, gozando de las bondades que su rango le permitía, contó cómo es que uno de sus ayudantes al momento de su captura se quedó con un millón de dólares y a pesar de la promesa de devolución nunca había retornado a su dueño el billete ajeno. Tanto el narcotraficante como el “cabeceador” eran hombres públicos. Evaluado el tema, la nota merecía no una sino varias publicaciones en portada. Así se hizo. Enterado del caso y la intención del narco de cobrar su dinero, el empresario no tuvo mejor idea que ir contra el director del diario. Tenía plata y, ya sabemos, se le abrieron varias puertas y gargantas. El objetivo era desprestigiar al dueño/director del diario. Maricón, homosexual, mínimo. Fuego cruzado y para cruzarse. Quién diría que pocos años de la muerte lenta del “cabeceador” uno de sus hijos se había convertido en hija. Él, homofóbico a más no poder, tuvo que comerse ese sapo hasta el día de su muerte. Ya muerto, como para ponerle más agua al caldo, tuvo que mirar desde el más allá cómo su hijo se casaba en el extranjero con otro del mismo sexo. No contento con eso, y como echando más sal a la herida, una ceremonia similar se organizó en las afueras de Lima con la plata que el padre había dejado y que, seguro, era una parte de lo que nunca devolvió al narco. Muchos años después, sentado frente al ordenador donde trato de ordenar todo lo vivido, me sigo riendo de tan solo imaginar cómo ese señor intentó inventar un homosexual sin imaginar que tenía uno con esas características a su lado.
Andaba de vagabundo por el mundo iquiteño. En esas andanzas se acompañaban otros colegas. Hasta que por esas esquinas uno se topó con la pariente de otro periodista a la fuerza. No era un colega cualquiera. Hacía las veces de director porque su padre era el director de un diario. Enterado que una de sus sobrinas se parrandeaba con un periodista, en plena cena familiar no tuvo reparos en exclamar impositivamente: “cómo es posible que estés saliendo con ese muchacho si todos saben que es maricón y por eso anda con esos dos que también son maricones”. Asustada la sobrina cogió el teléfono y lanzó la pregunta de rigor: ¿verdad eres maricón? Sin poder contener la risa que la sola pregunta provocaba el preguntado corrió con el cuento a uno de los protagonistas. Ya experimentado en ese tipo de habladurías, el colega pidió que no se hiciera caso y mejor era centrarse en realizar bien el trabajo y disfrutar la vida. Quién diría que ese hombre escandalizado con un supuesto inventado por él mismo a los pocos años tuvo que aceptar a regañadientes que de los cuatro hijos engendrados, dos varones hasta hoy pugnan por ser mujeres y una de las mujeres no sabe cómo convertirse en varón. Muchos años han pasado y, sobretodo en redes sociales, se ve cómo ese mismo personaje tiene que posar con sus hijos para las reuniones familiares y, como un adicional, el diario que su padre creó con tanto esfuerzo ha dejado de circular. Quizás para dar razón a quienes creen -como yo- que lejos de preocuparse por inventar sexualidades de otros y poner trabas a los proyectos ajenos hay que dedicarse a fortalecer los propios.
Los políticos también sirven para eso. Los narcotraficantes siempre tienen algo que contar. Los colegas a veces se pasan inventando cosas en vez de buscar la verdad. Para todos los gustos hay, dicen. Así será.