El repentino arribo de la inalcanzable Copa América a Lima, para ser mostrada al frustrado público peruano, fue motivo de grandes discursos, brindis de circunstancias y promesas para el porvenir. Ello de parte de las autoridades deportivas del país que, muy orondos, decían que en cualquier momento, en el próximo campeonato, el equipo incaico iba a agenciarse de ese trofeo por primera vez. Pero hubo un sector de la ciudadanía que no estuvo de acuerdo con esos ritos que más eran simples palabras, muestras de la impotencia de siempre o saludos a la bandera extendida.
La copa de marras estaba allí como algo ajeno, lejano y sin reales posibilidades de ser ganado alguna vez por los peloteros de la blanca y roja. Entonces aconteció por aquellos días que un grupo de personas decidió hacer cosas extremas para que la escuadra nacional ganara algún día ese trofeo. Esas cosas extremas eran marchas alrededor de la copa, plantones transnochadores y rogativas públicas. Como esas exageradas muestras no eran suficientes, aparecieron individuos que decidieron torturarse físicamente. Así amanecieron enterrados en tumbas precarias que abrían en cualquier parte, crucificados con gruesas cadenas en las iglesias cercanas o alrededor del local comercial donde se exhibía el trofeo.
En ese tiempo el suplicio se completó con la presencia de unas personas desafiantes que desfilaron con cilicios en las cinturas, mientras se daban brutales azotes con cinturones de cuero que tenían en la punta pedazos de vidrio. La dolorosa procesión fue aumentando con el transcurrir de los días y al cabo todo se volvió una multitud que se castigaba sin piedad ni misericordia para que esa copa algún día se convirtiera en peruana. Cuando comenzaron a aparecer los primeros suicidas, el dichoso trofeo fue retirado de la exhibición gratuita y el campeonato continental de fútbol se suspendió durante años hasta nuevo aviso.