Todos nos vamos a morir
– Mejor si es un jueves
Algún día me tengo que morir, como todos claro, sólo espero que esa muerte sea rápida, más bien fulminante y que ojalá tenga la suerte final de ver alguna estrella, si es de noche o alguna nube en movimiento si es de día. Si es de noche prefiero que sea mientras duermo, por eso me he construido en la habitación una mampara grande de vidrio para que en la agonía pueda girar levemente hacia la luz que se abre en la oscuridad.
Sin penas ni llantos, sin ceremonias y sin lamentos. Más bien mis últimos momentos quisiera que fueran como uno de esos sellos que se estampan en un trámite administrativo en una de esas cientos de oficinas estatales. Sin remordimientos, mecánico, sin aspavientos. Tampoco con fiesta ni carcajadas, sólo lo menos desapercibido. Prefiero que los que quiero como mi madre ya no me acompañen y que mis hijos repitan que no fui el mejor pero tampoco el peor.
Si algo he de llevarme conmigo preferiría que sea una orquídea amazónica y tal vez una retama muy amarilla del valle de los abuelos. Espero que sea jueves. El día perfecto de la semana y si pudiera elegir el mes que sea octubre o noviembre. Estos meses están por clausurar los años y son preludio de las fiestas, que resulta además una excusa perfecta para que te olviden pronto. Eso sí, quisiera irme con todas las deudas habidas y por haber de todos los que conozco, como si la muerte pudiera ser un mecanismo automático de endose. Me iría con una sonrisa burlona y empinándoles el dedo medio con toda la furia a los acreedores.
Como nunca me han gustado los papeles ante el notario ni los disloques de amoríos, serán fáciles y muy rápidas las exequias, aunque no me enojaría que algunos (as) desconocidos (as) brinden por el “Fede” que se fue, ahí, donde se encuentren. Sin halagos ni exabruptos, sólo tomando un buen trago de preferencia, pero si no hay, no importa, con cerveza será suficiente. Que no busquen pretextos, como mi cumpleaños, como es hoy, para arrojar la primera copa al suelo en ese ritual andino que sirve para recordar a los que ya no están.
Todos nos vamos a morir algún día, qué duda cabe. A mí me han dicho que cuando pasas los 35 te empiezan los achaques de la vida, aunque otros, para consolarse, dicen que es la edad de mayor atracción. Si, claro, seguramente para las cuarentonas. Lo cierto es que ya no son los 20 cuando todo te llegaba a la cresta y no importaba si morías intoxicado al tercer día de dejar la universidad para retomarla después de soportar la correa, la manguera o el cable de la plancha o el “san martín” (el chocolate) de tu madre que colgaba en algún lugar de la cocina. Ahora ya te acercas a los 40 y todos te tratan con el adjetivo lejanísimo y muy frío de “señor” o se te acercan a ti con un “Ud.”, peor aún en las ciudades andinas.
Todo empieza a excluirte sin que se lo hayan propuesto. Ya el mismo hecho de escuchar rock, es de abuelos, cuando en mi época era sinónimo de adolescencia y desenfado. Ahora todo es jadeante y ruidoso y la televisión se ha vuelto una enorme vitrina del chantaje, la mentira y la banalización. La radio ya no acompaña y menos te ilustra, ahora distorsiona las vidas, impone tus gustos comerciales, noticias interesadas y locutores ignorantes. Y los diarios, pobres de ellos, desaparecen junto con mi generación.
Bueno pero si van a escuchar música al final del túnel que sea de Miguel Abuelo, Matheos, Ríos, Andrés Calamaro y por supuesto el inalcanzable Charly García y Fito Paez, porque no los tremendamente cursis pero exactos Hombres G, Soda Stereo, Hit y Los prisioneros, los Enanos y para los salseros le entro a Héctor, Franky, Ismael, Celia y los duros – en todo sentido de la palabra – de antaño. En inglés también soy filo ochentero pero la verdad nunca me interesé por saber y escribir con perfección sus nombres para que no pensaran que era un “alienado”, como se conocía en mi época al que intentaba subirse por las murallas de lo extranjero del norte.
Alguna vez vi, en esta dicotomía que es la vida misma, por un lado como enterraban al narcotraficante Pablo Escobar entre llantos de su pueblo y canciones en mariachis que entonaban “…pero sigo siendo el rey…” o al escritor cuzqueño Julio Gutiérrez Samanez, poner en su epitafio algo así como “sólo quiero que vengan a llorarme las cientos de mujeres que pasaron por mi vida”, pero sería demasiada pretensión, por eso prefiero pasar el umbral anónimo, un jueves repasando algo como:
“¿Entre tantos libros,/ para qué serviría uno más / que ha nacido quemado,/como ofrenda sagrada/ a los dioses inexistentes/ de mi lar nativo?/ Lo he quemado conscientemente,/ como tributo a la pasión y la agonía/ de una humanidad,/ que se extingue, irremediablemente,/ ante mis ojos,/ como una vieja religión/ en la que ya nadie cree.