ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel
Cuando ya habíamos limado asperezas el tío Joaquín tenía la gentiliza de llamarme a su Despacho para conversar de la vida. Él ya iba por más de dos décadas de existencia y este articulista aún no cumplía los 30 años. Esas asperezas se reducen a una pregunta que él consideró impertinente y terminó echándome -literal- de su oficina. Después todo volvió a la calma porque él, después de todo, era bonachón y querendón. En una de esas conversas, aprovechando la soledad del poder municipal y el entusiasmo con que Joaquín contaba sus hazañas, llenas de maldades y bondades, le solté la idea que me rondaba el cerebro por much0 tiempo: “Tío, escribo tu biografía”. Con esa voz que demostraba molestia aún en los momentos más tiernos, me contestó: “No, Jaimito, mi infancia fue muy triste, muy dolorosa y no se lo deseo a nadie, la vida no es para recordar los momentos malos sino vivir los buenos”.
Mo Yan es uno de los escritores más tiernos que mis oídos hayan escuchado. Lo había leído después del 2012, cuando los ejemplares de sus libros llegaron a Perú, luego de recibir el Premio Nobel de Literatura en los meses finales de ese año. La Academia Sueca cuando le entregó el galardón destacó “su realismo alucinatorio» que «une el cuento, la historia y lo contemporáneo». Más allá de esas cualidades literarias lo que dijo la noche del martes y miércoles en la sala “Blanca Varela” de la FIL ha provocado mayor admiración porque le ha mostrado como un ser normal, en este mundo de escritores anormales. Mo Yan ha dicho que jamás hubiera sido escritor si es que a los cinco años no abandonaba la escuela. No la abandonó por haragán sino porque la revolución china así lo exigía. Hizo de esos años dolorosos una materia prima para sus obras. Es uno de los autores que ha hecho del humor un elemento vital y esa noche dijo que “el humor es una de las cosas que tenemos los pobres para ser felices, si no tuviéramos humor la vida sería más cruel, el humor es un tipo de talento, en el campo la gente es iletrada pero cuando usa el humor muestra su talento”. Mo Yan, cuando niño, no podía siquiera comer ravioles por su pobreza y que su sueño siempre fue convertirse en escritor para contar lo que había sido y lo que pretendía ser, como una especie de sueño. Todo eso lo dijo ante más de 600 personas que hicieron cola horas antes para recibir el audífono, primero y, escucharlo detenidamente después por más de 90 minutos.
Esa noche con Mo Yan recordé la noche en que Joaquín Abensur me confesó la pobreza de su niñez y lo dolorosa que había sido su infancia. También llegué al convencimiento que debí convencerlo que esos elementos precisamente eran lo que hacían interesante su biografía. De las dificultades brotan los grandes logros, se dice. Hasta los más prolijos escritores coinciden en señalar que las épocas más duras para la libertad son períodos fértiles para la literatura. Se encuentra en las dificultades la materia prima de una historia real/maravillosa. Y Joaquín dejó de contarnos una historia maravillosa extraída de la realidad. La de un hombre de origen sefardí que hizo de la selva un escenario para desarrollarse. Y en la selva, tanto como en otras zonas geográficas, hay que sobrevivir muchas veces apelando a leyes que solo en la jungla existen.
Joaquín y el apellido Abensur están ligados a la provincia de Maynas. Fue el sucesor allá por el año 1967 del hijo de Julio C. Arana en la Alcaldía. Luis Arana Zumaeta, ya sabemos, se metió un tiro en la cabeza en circunstancias aún no esclarecidas y que no es materia de este artículo. Luego de él, llegó al sillón municipal Joaquín Abensur Araujo, quien protagonizó una serie de escándalos que tampoco es materia de este artículo. Años después, en 1993, volvió al mismo sillón y cuando murió ya estaba preparándose para su tercer triunfo. Fue ahí que le ganó la muerte. Ese año quien se creía favorito era el alcalde Jorge Chávez Sibina y tenía como principal rival a Iván Vásquez Valera. Ambos, jóvenes aún cronológica y políticamente, se creían vencedores. El tío Joaquín les ganó las elecciones, con su dinero y su sapiencia mezclada con apariencia. Total, la política es más apariencia que otra cosa. Pero de esos avatares tampoco trata este artículo.
Joaquín, muchos años después sus familiares cercanos y amigos -que en algunos casos le quedaron debiendo varios miles de soles cuando le vino la repentina muerte- me confirmarían que cuando niño tuvo que hacer de barredor y mientras procuraba ganarse el pan de cada día no tenía monedas para llevarse algún bocado a la boca. Los pormenores de su crecimiento económico han sido dichos a hurtadillas por quienes poco le han conocido. Y ese tema sería materia de varias horas de averiguaciones para intentar aproximarnos a lo que realmente fueron los hechos.
Él, mientras no dejaba escarbar en su biografía porque había sido muy “triste y dolorosa”, atinó a decir que a veces le salían las lágrimas ante la impotencia de conseguir algo para comer. Que hurgar sobre eso no sólo era recordar los momentos más dolorosos sino una forma de crueldad hacia un tipo que solo quería vivir feliz. En ese momento, contagiado por sus palabras, acepté lacónicamente sus argumentos. Cuando lo periodístico y literariamente correcto era persistir en el intento de escribir la biografía de un hombre que pasó de niño pobre a millonario. Que en ese camino haya cometido, qué duda cabe, algunos excesos llenos de arbitrariedades e injusticias no la hace menos interesante sino todo lo contrario.
¿Fue una cobardía, al menos periodística, esa falta de insistencia? Sí. Muchos años después de su muerte, y gracias a un Nobel que de niño fue obligado a abandonar la escuela en China, he recordado al tío Joaquín de la manera más diáfana. Mo Yan dijo a través de la traducción que lo real maravilloso no está en la opulencia de lo vivido sino en vivir para contarla, aunque sea a través de otras personas. Tal como él lo hace y que le valió ganar el principal premio literario mundial.