Cuando volví a Arequipa luego de casi diez años y quise reiniciarme en el periodismo de calle, tratando de conocer nuevamente lo que yo identifique como incontrolables nuevos procesos sociales que habían recobrado una inusitada expectativa ligada a la política me reencontré en calle con uno de sus mayores exponentes que ha tenido el periodismo en los últimos años: Roberto Rivaños Flores.

Lo mejor – pensé – era conocerla desde la radio, sobre todo un medio que tenía apego a estos procesos sociales desde los cinturones de la ciudad y no sólo desde lo focalizado que suele ser el centro de la ciudad. Desde mi perspectiva amazónica asentada y con una personalidad, muy oral del periodista loretano, me acerque a los nuevos grupos y en ese escenario el “maestro”, cómo le llamaban a Roberto, era el foco de atención.

Este apodo que había adquirido a través de los años calzaba con la edad o la apariencia, pero sin duda no correspondía a lo lúdico de su personalidad. Bromista con todos, aún con los desconocidos le generaba adeptos que con los años se contaría en decenas de gentes y sobre todo de periodistas que, como si los estuviera formando, inconscientemente se apegaban a él porque veía en su flexibilidad, atención y sorna natural, el acompañante ideal para pasar del periodismo a la bohemia.

Y Roberto no se guardó nada en el otoño de sus casi 30 años de periodismo, incluso quiso ser decano del Colegio de Periodistas y así, como sin darse cuenta ni tiempo obtuvo ese cargo. Casi por la inercia de su personalidad y llevado por querer compartir más fuera de los micros, organizó un grupo que obviamente tenía que llamarse: “Los Amigos de Roberto” por el cual se peleaban por invitarlos. Participé en algunos certámenes y campeonatos, debo tener unas seis camisetas con ese nombre de todos los colores, de todos los distritos con el único pretexto de juntarse con la gente, hacer futbol, tomar algo y borrar memoria. Algunos me cuentan que coleccionan más de 20 camisetas.

No creo que el aneurisma pueda matar así de golpe los ánimos de un periodista de calle que pugnaba por salir a diario sin descanso, debió ser algo del desinterés por alguien que no generaba juegos pirotécnicos radiales, pero que le daba la caballerosidad y decencia a RPP en la última década. Claro que su orgullo de raza que lo impulsó para salir con remilgos, sin juicios o lloriqueos legales, sin mucho ruido de un medio que un día quiso cambiar su escenografía y donde Roberto, digámoslo así, ya no era parte ni cabía en ese paisaje.

Hay momentos en los que uno se arrepiente de no haber conocido en máxima extensión a alguien que pudo contribuir en esa mixtura panorámica que debe tener uno para tratar de interpretar lo que pasa con los periodistas que lo rodean y, en ese aspecto, Roberto fue una pérdida irreparable. Él atravesaba con facilidad de ida y vuelta esas islas de periodistas que aquí se llaman nubes con una facilidad que casi nadie ha logrado, porque como toda actividad humana, el periodismo anida odios, envidias, discriminaciones para lo que Roberto no tenía ojos ni tiempo.

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