“Si es cierto el interés suyo por escuchar lo que tengo para decirles…” murmura “Gonsho” mientras lee lo más destacado que trae el diario de su preferencia, con la compañía de sus amigos de colegio. En voz alta – una costumbre suya para obtener la atención de sus compadres – relata la crónica, bien elaborada según el criterio de la audiencia, sobre una mujer quemada en un bus en manos de un maquiavélico hombre, continúa impetuosamente – más parece hacer un recital – con la lectura de la noticia sobre la inhabilitación de inscripción a un candidato “favorito” que solo hace por embarrarse más y mostrar el lobo – que digo lobo, la rata mutante – que siempre ha llevado dentro, y hoy que se siente acorralado no hace más que relucir su verdadero interés.
Los comentarios durante el debate sobre la información son los que nunca faltan. Estos jovencitos dejan las muchachadas (picardías de su edad) y se convierten por unos cuantos minutos en periodistas, analistas, críticos, antropólogos, sociólogos, y cuanto especialista puedan representar con tal fr otorgar cordura y seriedad al momento. Los varones comentan con detalles; las mujeres lo hacen con juicios críticos. Toda idea a ese nivel intelectual sirve para luego traducirla en conjunto a una interpretación objetiva de la realidad.
Sentados como todo fin de semana bajo el único árbol de plátano en el huerto de la abuela de “Gonsho” – así es como acostumbran llamar con el respeto del caso a Gonzalo – este grupo de adolescentes tras tantas tertulias pierde la noción del tiempo, cargados con aspiraciones y voluntades compartidas, que cursan su último año en la secundaria y como muchos al igual que ellos sienten ese compromiso por mejorar la situación paupérrima en la que viven, que esperan con coraje no heredarla a sus hijos, aunque no les de tiempo para pensar en formar sus propias familias aún, al menos con la responsabilidad necesaria que merece tal decisión.
Parece aproximarse una torrencial lluvia con abuelita y todo como solemos decir en estas tierras, como en otras de seguro. Lo sorprendente del hecho es que aquí ya hace varias lunas no ha llovido. Aquí nunca llueve en realidad, nunca pero nunca. Los que aquí habitan sobreviven porque tienen un manantial que les llora un agua que sabrá Dios desde donde viene. Esa agua escurre por canalitos improvisados en la miseria y la gente, atentos porque sabe que el sol inclemente la deshidrataría, no se le ocurre juntarla en alguna represa, mejor hicieron canalitos bordeados de hierba que la protege y así lleva el líquido hasta las labores y sembradíos, si es que existe alguno.
Esta tarde de domingo, “Gonsho” se descubre en la plática y triunfa, aunque alguna vez se silencie con las gotas de esta agobiante lluvia. “Gonsho” regresa a la danza cuando la sombra del atardecer oculta todo el huerto. Incluso la ciudad entera parece apagarse para siempre. Mientras remonta la ruta del diálogo, muchos jóvenes, o quienes en algún momento lo fueron, cuando esta nueva generación que se levanta aún no estaba en planes, marchan con la conciencia caída en sentido contrario al suyo, dispuestos a repetir sus aventuras perdidas, inoportunas y vagas. “Gonsho” entra en lo mejor de su ser, abre la puerta de su piso y besa al alma suya que siempre le dio valor para convencer a sus amigos de no repetir la ruta de sus antecesores. Sentándose junto a la cuna donde su progenitor llegará a descansar, piensa – mientras junto a sus compañeros de la vida, barre con la mirada ofreciendo lástima a tan cruel destino de aquellos viejos jóvenes: que despertaron ante el anuncio de la lluvia eterna para tratar de revertir lo que un diluvio sin ayuda suya lo hará – que cuando uno se da cuenta de que la vida no tiene como aquel debate, como en la aventura de sus mayores, como esta lluvia, un derecho a réplica, y solo tiene trayecto de ida, empieza a echarla de menos, empieza a valorarla, empieza a sufrirla, aunque a pasos de la muerte no logre entenderla.