Hemos iniciado un período en el que andamos a tientas, sin brújula, sin referentes. Estamos en tierra de nadie y en suelo resbaladizo. Es un período raro luego de una estancia de veinte años en un mismo lugar. Era un ancla y el punto de seguridad para explorar los alrededores y más allá. Todo eso hemos perdido, era nuestro capital simbólico. Todavía recorre el cuerpo el dolor del descepe, del desarraigo. He sabido de personas que cambian con facilidad su lugar de domicilio, a mí me cuesta un esfuerzo descomunal. Confieso que luego de la mudanza he vuelto con sigilo al Olmo – temía que en este afán me descubriera algún vecino y un poco más me disfrazo, era volver para espiarlo de lejos. Remirar el vecindario, el mercado de Antón Martín, las calles a horas tempranas rescata il quartieri que yo conocí. El olor a fruta y verdura, el suelo mojado. Los vendedores recién abriendo tus negocios por los alrededores del mercado. Repasaba cada uno de sus rostros, ellos no pensaban que yo andaba muy dolido. El piso estaba con las persianas bajadas y sin macetas en la terraza, tal como lo dejamos la última vez. Así desnudo parecía más grande de lo habitual, sin libros. Uno de los muchachos de la mudanza me dijo con ironía, lo más pesado son los libros, con cierto deje dominicano y zumbón. Al mirarlo dentro de mí se remecía un terremoto con alerta de tsunami. Me sentí como el personaje de Orhan Pamuk, que luego de la pérdida de un intenso amor el volvía a los sitios donde habían vivido ese amorío. Así me pasó en la vuelta por unos segundos al Olmo, olía ese idilio que forjamos en esas paredes. Disparé un clic y le mandé a F por el watsap, ella es más nostálgica, le costó mucho dejar el Olmo. Su rostro era de una tristeza infinita, tal como me comentó mi padre al ver la foto que le envié. El terremoto de segundos parece de horas.

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