Por: Gerald Rodríguez Noriega

Dicen que tenía 16 años, que estaba cursando el último año en la escuela, y que tratando de ejercitar la tan dura y elegante gramática española, decidió jugarse con la gramática en contra de ella, a su estilo, y no el del profesor. Martin Adán (Rafael de la Fuente Benavides) se cansó de jugar sin darse cuenta lo que había hecho, creando así este objeto, esta forma clara, indefinida y hermosa que lo llamó La casa de cartón (1928) generando gran interés de culto por el renovado lenguaje, entre  las fronteras de la estampa y lo poético, dando un nuevo rumbo a la literatura de entonces.

Fue José Carlos Mariátegui quien lo descubrió, y su ojo de gran lector no se equivocó al decidir apostar por aquella nueva y rara manera de escribir. El objeto, La casa de cartón, pues más allá del tema dulzón propio de un adolecente, su nostalgia, sus recuerdos, cristaliza el lenguaje brutal, el lenguaje de la inconformidad, el lenguaje de la rebelión, el lenguaje de lo no establecido, el lenguaje de la vanguardia, que un niño nos puso en frente para recordarnos que después de Trilce (1922), el lenguaje debería ser siempre el aspecto principal, junto al sentido de la vida y del espíritu poético, lo que lleve al arte a la cumbre más alta. Su acento delator de sacristán, y su gusto parsimonioso, traspasando la epidermis de la mediocridad, salvándose como poeta, disloca el lenguaje a su mayor comodidad, desde la incomodidad de los protectores del lenguaje.      

Este año se cumple 90 años de que José Carlos Mariátegui decidió apostar por el quien sería una de los más grandes poetas que tiene la literatura de vanguardia peruana, con su primera obra La casa de cartón, ese libro de la vanguardia de la decadencia, de la Lima que nadie sueña, que Martín lo veía, raptando el verbo gitano a cada paso de su sueño, el libro rompe articulaciones artísticas para lucir sin esas piruetas del lenguaje que nunca es arte.  Su buen gusto siempre nos pone en alerta con lo que dice, siempre cuando Ramón tiene ese desvarío, cuando el sexo asoma urgente en el adolescente, con desafecto a ese lenguaje duro y plebeyo. Martín, después de crecer con Eguren, se emancipa de él, haciendo de La casa de cartón una sangre auténtica en el cuerpo de la literatura peruana, sin agonías de vocablos, mientras se convierta en juguete de niños rebeldes y en rabietas de padres enfermos de pudor.

90 años, Martín Adán, y el lector hasta ahora no se deja estafar, siempre con tu herejía al frente, irrespetuoso de cosas que perdieron su respeto, de eso que hablas, Martín Adán, expresando la decadencia de un país civilista que solo muestra la vida plástica de Barranco, de la tía de Ramón, de los amores con uñas negras, de la muchacha más fea, con un amor vasto y oscuro. Su obra es clásica de la vanguardia, con ese insatisfecho hombre quien lo concibió, siendo su único vicio la disciplina, el buen gusto y la buena poesía de Cocteau y Radiguet, generando en su desorden poético, un orden verdadero. 90 años, don Martin Adán, y aún recuerdo a ese primer amor que tuve a los 15, que no solo tenía las uñas sucias, sino también hasta los calzones.