Cierto día que me ganaba el tiempo, y contra mis principios de movilidad urbana, tomé el metro, prefiero el autobús de acuerdo a las circunstancias, aunque el subte no iba muy lleno. Desde la isla donde estoy hasta la nueva casa es casi cuarentaicinco minutos y un poco que me aburre estar bajo tierra. Prefiero tomar el pulso de la ciudad por la superficie, tiene otra perspectiva aunque el metro, como no, te da muchas sorpresas. Así que en una estación se embarcó un pasajero alto y desgarbado, con un sombrero que cubría parte de su rostro y moviendo el cuerpo y sumergido en un monólogo casi en solitario, eso pensé. En un momento pensé que era un músico ambulante que luego de cantar pasan la gorra para pedir una propina. Me equivoqué. En el vagón del metro cada uno estaba enfrascado en sus cavilaciones propias del día y de la existencia, tenía yo el apuro de llegar rápido para hacer un trámite bancario. Otras personas conversaban entre ellas, una muchacha de gruesas gafas leía un tocho de novela con rostro muy serio. Y el muchacho alto comenzó a recitar un rap urbano que no nos dejó indiferente. Hablaba un poco de los difícil que están los tiempos, del hartazgo con la clase política – la derecha española sin hacer ascos ha tendido la mano a la extrema derecha sin ruborizarse, de los escaldados que son los trabajos y mezclaba su rap con lo que en ese momento estaba mirando en el vagón, y los pasajeros, sin querer, fuimos protagonistas y participes de las notas de rap, y la gente comenzó a sonreír, el artista callejero había dado en la diana. Nos había sacado el amodorramiento existencial en el que estábamos que aumenta con el ensimismamiento del móvil que tiene la virtud o defecto de anular al entorno en el que estas. Fue cuestión de unos breves, brevísimos minutos. Nos sacó una sonrisa a todos estos personajes grises que somos. Pero no todo terminaba allí. Nos miró a todos y se bajó del vagón sin pedir propina de por medio. Un artista con todas sus letras.

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