En los agitados días del pasado 2015, las protestas habían cambiado de signo y de norte. Las calles o las plazas ya no eran los centros de las enconadas marchas, de las furiosas manifestaciones, de los sentidos reclamos. Debido a muchos factores, entre los que se encontraba la ausencia de la autoridad de turno que majaderamente les había dado cita, los protestantes decidieron cortar camino, eludir obstáculos y evitar que la presa se marchara con alevosía y ventaja. Y, provistos de sus pancartas y consignas, eligieron las casas de las principales autoridades. Es decir los reclamantes optaron por hacer sus cosas ante las mismas narices de los que tenían la sartén por el mango.
En los últimos meses de ese año perdido dichos protestantes se volvieron más agresivos y en tumulto se acercaron a las casas de todo alto funcionario que hubiera en la ciudad. Estos no pudieron salir así nomás debido a que los reclamos eran pertinentes y justos. De manera que se vieron obligados a quedarse en sus cuartos, esperando el momento en que los protestantes se marcharan. Pero ellos y ellas decidieron quedarse frente a esas moradas hasta las últimas consecuencias. Días enteros las autoridades no pudieron salir de sus casas, hasta que tuvo que intervenir la policía para permitir que esas autoridades pudieran acudir a sus centros de trabajo. Pero las protestas hogareñas continuaron.
En medio del caos algunas autoridades prefirieron huir por las huertas vecinas, alojarse temporalmente en casas de parientes o partidarios, hospedarse en hoteles alejados de las calles centrales. Como los protestantes les encontraban al cabo de cierto tiempo, esas autoridades optaron por comprar casas que abandonaban pronto. De esa manera, viviendo poco tiempo en cualquiera de esas casas, pudieron salvarse de los reclamos. En el presente, las protestas han disminuido, pues nadie sabe con certeza donde viven esas autoridades escurridizas, esquivas y fugitivas.