ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel

Humberto Vargas Pizango, era conocido como “el peruanito” allá en Colombia, sobretodo en la cárcel “La modelo” de Bogotá donde convivió con “Popeye”, Jhon Jairo Velásquez Vásquez. Popeye ha muerto, luego de matar con balazos a cientos de personas. El peruanito vive para contar la historia. Aquí una parte de ella.

Hay un hombre que habla para todo aquel que desea escucharle. Sabe la historia de Iquitos. No la que cuentan los historiadores. No la que buscan y rebuscan los personajes interesados en darle un giro a la trama. Sabe la historia de los iquiteños. No la que inventan personajes notables y maquillan los hechos para limpiar el rostro de los carasucias de siempre.

Ese hombre ha estado preso en Bogotá, en “La Modelo”. Ese lugar donde en un momento vivían los narcos más reputados de Colombia. Fue a parar allí porque no paraba de hacer negocios con la droga. Fue allí donde se reencontró con Popeye, Jhon Jairo Velásquez Vásquez. Ese sicario que contaba, como si nada, que mataba hasta fiado. Popeye acaba de morir de un cáncer y su compañero de prisión le recuerda como un hombre amable, desconfiado. Que se inició en el mundo de los traqueteros porque un señor, sabiéndole atrevido y audaz, le dio trabajitos cuyo requisito principal era el manejo de armas. Era de armas tomar. Se entenderá los trabajitos que le encomendaba un señor llamado Pablo Escobar Gaviria.

Humberto Vargas Pizango prepara una película sobre su vida. Ahí cuenta la vida que llevaban otros individuos que en los últimos años de la década del 70 y los primeros del 80 y las demás tuvieron el manejo económico y político de una ciudad como Iquitos que, por ese tiempo, vivía de acuerdo a los embarques de droga que se hacían hacia la frontera con Colombia. Eran los tiempos en que no era sorpresa que amanezca un expresidiario muerto en la vereda, impactado por la bala de un sicario llegado desde el país de los cárteles. Eran los tiempos en que los jovencitos de clase media se las ingeniaban para cortejar no a las chicas de la “clase alta” sino a los padres de éstas que amaban tanto a sus hijas como el dinero ajeno de los narcos. Hoy esos personajes quieren ocultar la historia o, mejor dicho, no la quieren recordar. Él, no.

Ese Iquitos esplendoroso aún queda en la retina de quienes la vivieron y sufrieron. Pero los recuerdos de Humberto van más allá de las fronteras territoriales porque en esos años no sólo caminaba por las calles de Iquitos sino de pueblos colombianos. Uno de esos fue Medellín, donde el cártel que dirigía Pablo tenía oficinas para el negocio y, sobre todo, el ocio. Vargas Pizango era el único loretano que entraba y salía de las oficinas del patrón del mal. Mientras tomaba algo o leía la revista de la repisa era frecuente que aparecieran los muchachos, así denominaba Pablo a quienes estaban a sus órdenes para sus desórdenes. Así apareció Popeye, que por esos años no alcanzaba notoriedad. Era uno más de los tantos que mataba en nombre de Pablo. “Se le veía comedido”, dice Humberto al recordar a ese muchacho que mientras los mafiosos discutían quién tenía que matar al elegido del momento, se ofrecía para el trabajito. Con eso se ganó no sólo la fortuna que amasó sino el respeto de los demás. De esa forma fugaz conoció a Popeye. Hasta que el destino los volvió a unir. Ya no en libertad sino en prisión, aunque en oficinas igual de equipadas y vigiladas.

Desde octubre de 1998 hasta noviembre de 1999 compartió prisión en “La modelo”, cárcel ubicada en Bogotá donde ambos fueron a parar por el mismo motivo, por circunstancias diferentes. Humberto Vargas Pizango fue detenido en Colombia porque estaba pedido por la justicia peruana. Era un extradidable y eso le daba una categoría distinta. Le tenían que extraditar. Era conocido como “el peruanito”, desde siempre. Y en esa prisión era -junto con Popeye- uno de los pocos que andaba armado. Porque, en el mundo en el que deambulaba, el peligro de muerte es más fuerte dentro que fuera. Popeye no dejaba su arma, que la mantenía pegado al cuerpo a la altura de su cintura, y tampoco el cigarro. El trago era una fiel compañera y cada persona visitante era revisada de la cabeza a los pies. Si era mujer la revisada era más intensa y tensa. Ambos se ayudaban en los quehaceres carcelarios. Allí recordaban los días intensos de Medellín, cuando sólo se cruzaban miradas. Allí aprendieron a respetarse y hablar del patrón con la misma devoción de quienes veían a Pablo como un osado que se abrió paso en el mundo de las drogas.

Humberto, alejado de ese mundo todavía no olvida a pesar que muchos, como Popeye, ya se fueron al otro mundo. Eran los tiempos en que los narcos contrataban cocineros en tiempo completo. Mozos como cancha. Unos para la bebida, otros para la comida. Y, también, como cortina mientras los patrones y todos cumplían sus deberes varoniles. Fue en ese convivir de trece meses que el peruanito entró en confianza con los compañeros de celda. A Popeye se le acusaba de apretar el gatillo para acabar con la vida los más fieros enemigos del cártel de Cali y los capos de Bogotá. Por eso entró a “El modelo” y la seguridad, obvio, era milimétrica. Por ahí estaba otro peruano, Rubén Gonzáles, quien siendo de otro bando recibía algo así como la garantía de buen comportamiento bajo el aval de Humberto Vargas.

Cuando me entero de la muerte de Popeye recuerdo las veces que Humberto me habló del proyecto cinematográfico que tiene entre manos. Le ubico una vez más en Pucallpa, la tierra colorada donde hoy trabaja. Desde allá me cuenta los pormenores de su estadía en “La modelo” y reitera que él, siendo uno de los más importantes en ese rubro, sólo conversó personalmente una vez con Pablo Escobar y, aunque varias veces fue llamado por el capo, nunca era para tratar temas directamente. Entre charla y charla me confiesa que Popeye era un tipo alegre, servicial y que su lado humano siempre se destacaba cuando, claro, no estaba haciendo los trabajitos que el peruanito sabe muy bien. Popeye ya se murió. Le mató el cáncer. No una bala de plata. No un sicario. Humberto Vargas, que estuvo en varios frentes del narcotráfico, vive para contarlo. No sólo su vida junto a Popeye sino la vida que tuvo en un Iquitos donde él dirigía la más grande ferretería, la más grande tienda de alquiler de autos, la más grande agencia de viajes, el único equipo que ganó la Copa Perú, la única orquesta que tenía un elenco de más de veinte artistas. En muchas cosas era único el peruanito. Como única es la historia que la quiere contar para el cine y que ojalá algún día podamos verla.