En la catedral del fútbol, Wembley, el habilidoso combinado de la blanca y roja iba a comenzar con su despegue universal, con su itinerario hacia cualquier mundial en alguna parte. Empató en aquel año, 2014, con Inglaterra, faltando 25 minutos para el fin del partido. El cambio en el seleccionado incaico no fue estrategia del entrenador o inspiración de los peloteros. Sucedió que el nuevo dirigente del balompié nacional, Manuel Burga, decidió jugar con una pelota de caucho natural. Luego de gestiones ante la Cámara de los Comunes, de sólidos e irrebatibles argumentos ecologistas y policiales como el robo de las semillas, los ingleses tuvieron que aceptar la propuesta de cambio de balón.
En el enconado partido los peloteros peruanos demostraron que estaban para más, que eso de jugar bien y perder mejor y aquello de la victoria moral, eran cosas del pasado. Porque gracias a la técnica del taquito inesperado, de la huacha sorpresiva, de la chalaca de última hora, los ingleses quedaban varados o se arrojaban en vacío o pateaban tremendas quirumas. Un poco más y venía el gol de la victoria, el gol de la reivindicación. Pero los parantes, el travesaño, el arquero inglés, que estaba en una noche afortunada, impedían que se inflaran las redes contrarias. El entrenador albiónico no quiso salir a jugar el peligroso segundo tiempo. Porque se venía la derrota para sus pupilos.
La flamante pelota de caucho tenía la virtud de insistir demasiado en el rebote, lo cual era aprovechado por los futboleros cholos de rojo y blanco que habían entrenado meses, y en secreto, con ese nuevo esférico. Por muy altos que fueran los ingleses no podían alcanzar ese balón. Nunca más se jugaron esos 25 minutos restantes, sin embargo. La Fifa luego vetó la pelota peruana y realizó una campaña feroz contra ese seleccionado peligroso. Hoy nadie se acuerda del futbol en ese país. El deporte que desata pasiones brutales es el carnaval.