Un político de derechas se burla de los hijos y nietos que reclaman derechos por la memoria histórica en España y nadie les dice nada. Pasa desapercibido, es más es promocionado de su partido a ser portavoz en el Congreso. Un político joven de derechas se burla de los inmigrantes en un tuit nadie le reprocha nada, luego de ese gesto, ahora es portavoz de su partido. Unos hinchas exaltados gritan a un jugador africano que se dispone a sacar un tiro de esquina con gritos como si fuera un mono (otras veces, arrojan cascaras de plátano) y la entidad correspondiente no le sanciona. En un partido de fútbol, en la ceremonia previa a la final, el público pita al himno nacional y el presidente regional de Cataluña se ríe con sorna y dicen que eso es libertad de expresión. Es más, esta actitud tiene amparo en el poder judicial en aras de la libertad de expresión. Con todas estas narrativas emocionales es muy difícil entender a este país. Cuesta mucho entenderlo. Parece una pesadilla. Hay muchas heridas abiertas y están mal cerradas. Y cuando fuerzas progresistas ejercen el poder la atmósfera se crispa, se inflama y cuenta con la ayuda, generosa, de los medios de comunicación (El diario El País y El Mundo se encargan de intoxicar el ambiente, desgraciadamente, han perdido el norte y los lectores se sienten decepcionados). He escuchado a amigos y conocidos que se enfadan y ponen caras largas con lo políticamente correcto y por eso se escuchan esas salidas de tono. Por lo general, a los integrantes de la derecha no le gusta lo políticamente correcto (es una pose casi virreinal), señalan que este es voluntarismo banal y superficial. Insultan al sudaca, al moro, al negro, a los herederos de los muertos del franquismo. No tienen límite ni freno. Y tienen la memoria muy corta. País extraño.

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