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Es una ciudad que se recorre mirando los edificios de sus calles y meditando en sus parques. Los árboles de castaña de Indias le dan un decorado especial (me recuerdan a Madrid) desprenden un halo de nostalgia. Cada edificio tiene un estilo diferente: moderno, funcional… en otros hay un serio desgaste por el paso del tiempo. Seguro que también están llenos de historias cada ladrillo, cada habitante de ese edificio, de una habitación, de una azotea sin concluir. Amores, desamores, alegrías y penas que rondan en cada esquina. Es una ciudad que te obliga, no sé por qué, a un viaje por el territorio de la introspección. A sumergirte en tu piel. Es una de las pocas que he visitado que te sumerge a escribir. La escritura brota en cada paso. Ayer sin darme cuenta avance en una novela y sin querer me dio la noche. Me doy un respiro y salgo a perderme por la Avenida 18 de julio.

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Estamos hospedados en el centro de la ciudad. Es un edificio vetusto que roza el abandono de los propietarios. Dan la impresión que hacen lo justo para mantenerlo. Aunque al margen de estas decisiones mobiliarias aquí bulle la vida. Si hiciéramos una cartografía humana en los ascensores no pararíamos. Cada día una persona diferente. Los rostros no se repiten. Se observa un intenso trasiego desde muy de mañana hasta la noche. Por sus recovecos e intrincadas escaleras este armatoste de cemento – obra de un arquitecto italiano, me recuerdan a las narraciones kafkianas. Así se retuerce el poder. A veces, temo perderme en esos vericuetos.