Unos días antes de salir de Madrid para Lima, en pleno contexto de pandemia, leía, mejor dicho, releía el informe ejecutivo de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación que por estos días cumplía un aniversario más de su presentación pública. Eran ya dieciocho años y muchas de sus propuestas, lamentablemente, han quedado como tales o en los cajones de los escritorios. Volver a sus páginas era remover todo ese pozo de sentimientos, emociones encontradas de lo que fue esa guerra civil en nuestro país. Amigos y amigas fallecidos como consecuencia de esos tiempos de violencia, los momentos chungos de la universidad con las discusiones sobre Sendero Luminoso, que nos acostumbramos a vivir en un estado de excepción- es decir con derechos limitados y sin rechistar, que miramos a otro lado a los que morían en los Andes peruanos y parte de la selva, nuestra empatía ciudadana tuvo un serio déficit emocional, del hartazgo de la errática clase política que nos gobernaba, que muchos tuvieron que tomar la decisión de emigrar para buscarse la vida o huían de la violencia a Lima o la selva, mientras que otros tenían al enemigo muy cerca de ellos, de nuestra mirada miope para observar este país difícil, diverso y complejo. Un país fragmentado y de contrastes. Mientras leía las páginas del informe sentía mucha impotencia, frustración, ganas de gritar lo mal que lo hicimos y seguimos haciéndolo. Una de las tantas conclusiones que nos advierte el informe es que todos los actores que estuvieron involucrados en este escenario del conflicto armado interno tuvieron, y tuvimos, una mirada equivocada del país. No dieron con la tecla oportuna. Desgraciadamente, en el actual contexto político nos volvemos a tropezar en la misma piedra. Estamos bajo una discusión muy enconada, de extremos, de oídos sordos y miradas ceñudas. Parece ser que la magra y desgraciadamente experiencia vivida nos ha enseñado muy poco.