Y ante esas evidencias que ofrecen mejor agua y más electricidad el poblador común y corriente se hace la pregunta: ¿qué diferencia hay entre esta campaña y la de 1980 o 1985 o 1990 y más? Nada de nada. Seguimos siendo los mismos.

El debate presidencial bien organizadito, bien planificadito. Es decir, todo bien. Como si en el país las cosas estuvieran bien. Como si en Loreto todo estuviera de maravilla. Como si en Datem del Marañón la población no estuviera expuesta a las plagas que provoca su muerte. Como si, aunque parezca simple, la carretera Iquitos Nauta estuviera de maravilla. Y, ya sabemos, la historia detrás de la historia es otra.

Inmediatamente concluido el debate las redes sociales se inundaron con aquello de quién había ganado la contienda. Claro, para todos los gustos. Que Keiko había ganado, que PPK se llevó fácil, que Olivera lanzó los epítetos más conocidos contra su eterno rival, que Alan García intentó parecer más estadista que nunca, que Toledo estuvo más histriónico que la mayoría de veces, que Antero quiso mostrarse como hombre de pueblo, que Goyo hizo uso de su libertad condicional sin condiciones, que Verónica cumplió estrictamente los tiempos en estos tiempos, que Hilario habló desde su condición de marginal, que Barnechea mostró la humildad que los recorridos por el Perú le niegan.

Más de lo mismo. Lo de siempre. Y ante esas evidencias que ofrecen mejor agua y más electricidad el poblador común y corriente se hace la pregunta: ¿qué diferencia hay entre esta campaña y la de 1980 o 1985 o 1990 y más? Nada de nada. Seguimos siendo los mismos. Un candidato que ofrece cosas nuevas cuando es un viejo político que ya fue ministro en el primer y segundo gobierno del arquitecto. Otro candidato que muestra su mejor rostro para convertirse en dos veces Presidente como si no le bastaría los cinco años que ocupó ese cargo con harto wiskie y mucho derroche. Y uno de ellos pidiendo una tercera oportunidad como si no le hubiera bastado diez años para deshacer lo bueno y hacer lo malo. Una descendiente que se empecina en mostrar un lado democrático cuando fue concebida en el autoritarismo y la terquedad.

En medio de todo esto uno se hace más preguntas. Muchas preguntas. Pero la principal evidencia a seis días de las elecciones es que no cambiamos para nada. Ni electores ni candidatos. Los unos mintiendo y los otros creyendo. Pero, claro, allá ellos, allá ustedes. Porque en lo que a este columnista respecta no creo en ninguno, salvo que la realidad después del resultado demuestre lo contrario. Mientras tanto, seguiremos con nuestra incredulidad.