En el viejo estante de áspera madera, que era ofendido por el paso de polillas, el desfile de animados curuhinses y la carcoma de los variados nidos de comejenes, fueron encontrados los últimos libros que alguna vez estuvieron en la desaparecida Biblioteca Edil de Maynas. El estante de marras era parte de un negocio flotante, ubicado en las cabeceras del río Itaya y dedicado con todo desparpajo a vender objetos viejos o parchados o remendados, amuletos para la buena suerte, envasados baños de florecimiento, ropas usadas y periódicos de ayer.
En ese instante la hermosa ciudad de Iquitos ocupaba el menos último lugar en comprensión de lectura de las facturas emitidas por las entidades que pretendían dar los servicios básicos. Nadie en esa urbe sabía qué significaba un signo monetario, cuánto representaba el número 5 y qué quería decir la cifra cero. Ello permitía que esas empresas cobraran lo que les daba la regalada gana por servicios fantasmas. El propietario del comercio acuático, que descendía de una familia que nunca había aprendido a leer, adquirió los libros a precio de subasta en una librería del suelo iquiteño y vendía por kilos y por metros esas obras que se extraviaron el lejano año del 2013.
Para este cronista del futuro inmediato es una ofensa escribir que esos pobres libros, sin carátulas, con las páginas incompletas, eran adquiridos por la gente para envolver pescado y carne, para limpiar mesas, para relevar al papel higiénico, para aventar moscas durante las largas y tediosas colas. Lo peor de todo es que no se pudo rescatar ni un solo ejemplar para que adornara el museo de sitio que dentro de 100 años recién se empezará a construir. Porque los libros ya se habían vendido a precios de regalo a un conocido reciclador de cosas viejas y usadas.