LOS IDIOTAS DEL LIBRO EN LAS AULAS (II)

El enorme Francisco Rabelais, cuyos libros podrían ser leídos con provecho por estudiantes de cualquier parte, sostuvo en el prólogo de Gargantúa que escribía para los borrachos y los sifilíticos. La frase era una burla a los malos escribas que, pervertidos por el mercado de entonces, sacaban obras bajo receta, calcadas de un molde, sometidas a la ganancia. Así siempre muere la literatura, porque renuncia a su impulso vital, a su furia creadora. En el bar de mala muerte, que hoy por hoy no existe, entre vasos al borde, brindis bohemios, guitarreos ruidosos, se comenzó a fabricar un asesinato a la calidad elemental de la escritura. Una broma cantinera, lanzada por don Germán Lequerica sobre la incapacidad de escribir del profesor de arte Orlando Casanova, armó la cosa. El docente se sintió herido en su vanidad pueril y juró que iba a escribir. Nunca pudo hacerlo.

Entonces, hizo algo tramposo. Buscó a otros para que le escribieran las historias que surgían en su cabeza. Todo parecía un chiste senil, una broma inocente para matar el tiempo. El mismo Lequerica, los fallecidos Vásquez Izquierdo y Guillermo Flores Arrué, y algunos más que no nombramos, le hicieron el favor, como si se tratara de una jamonada para el disfrute de la collera. Pero la cosa era grave. Porque el escribidor asaltó algunas aulas, vendiendo la epopeya de sus chichirichis ecologistas, sus grillos moralistas, sus delfines y otras sandeces. El único cuento como libro entero, como obra total, se robusteció  con ese señor que vio el negocio redondo de los salones. El torcido culto del último lugar en lectura ya andaba en esas evacuaciones, porque después surgieron otros redactores que empeoraron las cosas.

En ese entonces, los marketeros de editorial Alfaguara andaban por Iquitos, incentivando la falacia de la literatura infantil y adolescente. El mercado cautivo de las aulas peruanas hervía, ardía, provocaba la codicia de los editores y los peores escribanos, esos que son capaces de hacer cualquier cosa para figurar. Los emisarios contactaron con el poeta Lequerica, pero no pudieron arribar a ningún acuerdo. Ni se les ocurrió buscar al profesor del infantilicidio  literario. El señor Casanova sufrió tormento ante esa supuesta marginación y armó su guerra, porque se alucinaba que era un Adán, un pionero, un iniciador de la escritura de esa índole, ignorando que la literatura infantil y adolescente había nacido, en estrictos términos amazónicos, en la década del cuarenta del siglo pasado.