LOS IDIOTAS DEL LIBRO EN LAS AULAS (I)
El furibundo, radical y solterón Gustavo Flaubert creó una pareja de tontos a la medida, de idiotas de capirote, Bouvard y Pécuchet, que alcanzaron la cumbre de la burrería cuando se metieron, por accidente, a leer libros. Entre claro y oscuro pasaban entre las páginas, conversaban sobre los hechos que encontraban al azar, discutían sobre diversas materias, pero nada les entraba a la cabeza, ni a rotundos golpes. Cuanto más leían, menos sabían, menos comprendían. Lo mismo pasa entre las aulas de escuelas y colegios de esta región que, como una perniciosa costumbre, una vergonzante repetición, ocupa el último lugar en lectura a nivel del iletrado Perú.
El rechoncho, insoportable, Hernán Garrido Leca es el ideólogo de pacotilla de esa escritura de contrabando. Es increíble ese liderazgo pesetero. El aludido es economista de profesión y jamás de los jamases a escrito ni papa o camote sobre su oficio de cifras, de rentas, pero gana sus billetes escribiendo aberraciones para los niños, las niñas, los adolescentes, de algunos colegios de este pobre país, cuyos estudiantes siguen últimos a nivel continental en comprensión de lectura. Es decir, ese cachupín de la escritura, ese degenerado por las cifras del mercado cautivo de los salones, se convirtió en una especie de gurú que puede hasta dictar charlas a paltos sobre los pasos, las medidas y las salidas, para fabricar un bet seller para las pobres aulas. El dinero decide en ese rubro de libros inútiles.
La literatura para niños y niñas y adolescentes nada tiene que ver con los mediocres escribas, los mercaderes de cuatro o cinco esquinas y los oportunistas de plazuela. Ningún libro respetable sobre ese menester fue escrito pensando en los salones. “El Principito”, por ejemplo, una obra que ahora se puede leer en las aulas de cualquier parte, fue redactada por el autor pensando en congraciarse con su esposa. No con profesores de tres por cuatro o bebeles de la formación escolar. Podríamos seguir citando ejemplos contundentes, definitivos, sobre ese menester. Pero nos contenemos porque pensamos que nuestros lectores o lectoras son inteligentes. Entre nosotros, el que comenzó con esa plaga letal fue un tal Orlando Casanova. Y todo se tramó en un bar de mala muerte.