LLUVIA ADENTRO

El diluvio universal, esa exageración de la lluvia de siempre, de la tempestad de cualquier momento,  fue una estación de desborde que duró 40 días con sus 40 noches, como si se tratara de un feriado largo y tendido o de un fin de semana local. Las encrespadas y tumultuosas aguas bajaron de nivel, salió volando del arca la anunciadora paloma detrás de la tierna rama, corrieron los animales con rumbo desconocido y comenzó de nuevo el martirio. Es decir, eso que llamamos vida y que es un trapo viejo limpiado constantemente. Pero, por alguna extraña razón de las alteraciones de la atmosfera, de los cambios  climáticos, de la sartén de palo, de los carnavales, el diluvio todavía no se acaba.

En un lugar de la manchada ciudad de Iquitos, en un sitio nombrado como Hospital Regional, llueve como nunca. No afuera de las instalaciones, los ambientes, los lugares aptos para la atención de los enfermos. Llueve adentro y más  al fondo. Llueve hasta cuando hay sol y sereno, cuando viene la merma, cuando hay seguía, cuando cortan el agua potable. O sea a cada rato. ¿De dónde, de qué  fuente remota, de qué manantial cercano, de qué ojo de agua,   viene esa lluvia que a un tal Vallejo le quitaba las ganas de vivir? No del cielo multicolor que cubre la ciudad, como cabría suponer.  Tampoco de la costa o del ande. Esa lluvia cae gracias a la incompetencia de los que tienen en sus manos ese lugar de curación.

Desde que el mundo es mundo, con o sin diluvio, la lluvia no entra donde no le permiten. Salvo que sea lluvia de regalos, lluvia editores u otra forma de lluvia dirigida, la tempestad tiene que quedarse fuera. Pero en el hospital mencionado entra por las puertas y ventanas, por los agujeros, por los forados, por la punta izquierda, por la parte de atrás, por la huerta del vecino. Es posible que si no se toman medidas, los pobres pacientes acabarán  flotando bajo tantas tempestades nada hospitalarias.