El renombrado Homero Simpson, el mismo ser de los célebres dibujos animados, cambió de destino cuando, sorpresivamente, fue elegido para dirigir como árbitro oficial el campeonato mundial relámpago del balompié. La insólita medida vino desde el más alto nivel de ese deporte de masas y mafiosos, para así desmantelar a las bandas peloteras que arreglan resultados, deciden primeros lugares y descensos y fomentan las loterías, las pollas o los pollones de la de cuero y de la suerte. En el Brasil y en tantas partes todo el mundo estuvo de acuerdo con esa decisión higiénica, pues era pertinente limpiar ya las canchas de cacos y devolverle al fútbol su inocencia original, si es que eso existió alguna vez.
El día del inolvidable partido inaugural, el señor Homero Simpson, vestido de negro, con el silbato bailándole entre los labios, conectado por audífonos a sus jueces de línea, demoró en dar el consabido pitazo inicial, porque no encontró en ninguno de sus bolsillos el cronómetro oficial. No sabía que un fulminante amigo de lo ajeno carioca le había robado mientras hacia su cola para entrar el repleto estadio inaugural. Pese a todo, no se amilanó y sopló su silbato para que la pelota rodara sin tregua. Luego se guió por la luz del sol para controlar el tiempo.
Desde el inicio del cotejo, los espectadores cayeron en la cuenta de que el bueno de Homero Simpson carecía del estado físico adecuado para arbitrar. Una barriga cervecera, la fàciñ y cóm,oda vida sedentaria y relajada le habían convertido en un ser algo cansado y bastante pesado. En ese partido nunca estuvo donde las papas quemaban, arribaba bastante tarde a las jugadas claves y, lo que es peor, cobraba al revés y al través, puesto que carecía del más elemental conocimiento de las reglas que regulaban los encuentros peloteros.