LAMENTO POR LAS CERVEZAS PERDIDAS

En cualquier parte del mundo,  la pérdida de 400 cajas de cerveza es una tragedia colosal, una desgracia del cual ningún bebedor podrá jamás  recuperarse. Ni así se empache con el letal chuchurrín. El asunto es más grave si se trata de un candidato en desesperada búsqueda de votos. Todos sabemos lo que significa el licor en una campaña política. Nadie puede negar, ni los abstemios, los jubiladas de ese vicio, los que fomentan asociaciones de alcohólicos anónimos, que chupar bien es votar mejor por el que pone las heladas en alguna reunión. Claro, no se sabe con exactitud si los que beben de gorra votan por el candidato, pues el voto es secreto. Pero el licor influye en el resultado electoral de todas maneras. Y no nos estamos refiriendo a la ley seca, que, por otra parte, casi nadie cumple.

Desde ese punto de vista, la tragedia fluvial de la nave Walter Junior es una calamidad para cualquier candidato que confía más  en el vicio que en la novedosa propuesta para ganar las elecciones. No es fácil recuperarse de una desgracia. Tampoco es posible contratar buzos para recuperar las 400 cajas que yacen en el fondo del lecho del río Mazán. De manera que los candidatos que todavía creen en la chupandanga como una de las palancas para conquistar el poder, deben resignarse a poner de la suya para visitar los lugares alejados de las ciudades, donde es más fácil meter licor.

La tragedia de las 400 cajas de cerveza sería nada si los candidatos cambiarían con las perniciosas costumbres de las elecciones. El ejercicio de la política sería otra cosa si se asumiera que los tiempos cambian. El elector de hoy, en cualquier parte, muestra síntomas inequívocos de cansancio, de hartazgo. Los indignados callejeros  son una expresión de esa crisis.