Los carnavales del año 2015 iban viento en popa. La fiesta del rey Momo mandaba como en sus buenos tiempos y nadie demandaba. El agua, líquido precioso, aguja en un pajar de sequía permanente, era usado a diestra y siniestra. Es decir, sin ninguna contención por ciudadanos que preferían desperdiciar ese recurso antes que guardarle en sus lugares correspondientes. Hasta que la empresa encargada de dar el pésimo servicio decidió alertar a la ciudadanía que iba a poner una multa a los que jugaban indiscriminadamente.
De una manera sorprendente la amenaza sedaloretista fue recibida como nunca antes. La gente carnavalera desde que nace dejó de jugar, meditó sobre la carencia que significaba ese recurso pese a los tantos ríos que rodeaban a Iquitos y se puso, sin que nadie se lo pida, a racionalizar el uso del agua cotidiana. Los carnavales de ese año fueron celebrados con arroz, papel picado y talco. Fueron los carnavales más limpios del que se tenga memoria.
Lo colosal vino después, porque los iquitenses decidieron no usar el agua para beber, cocinar y bañarse. Decidieron, por ello, comprar agua en el extranjero. El agua entonces venía desde el Brasil en porongos de madera y era usada con sumo cuidado debido al excesivo precio. Muy pronto tener un porongo era motivo de distinción y las elecciones se decidían por el candidato que ofrecía comprar más porongos para el servicio público. El agua llegó a venderse por kilos. Los carnavales de esos años se jugaban con mezquinas gotas de agua. Y cada gota representaba un mundo. De esa manera los ríos contaminados tuvieron tiempo de recuperarse. La empresa que advirtió sobre los desmanes acuáticos desapareció de circulación en una de las tantas fiestas de carnaval y sus trabajadores se hicieron vendedores de agua que traían del extranjero.