La distribución gratuita de audífonos, de parte de los bravos muchachos del Club de Leones, iba viento en popa. Una que otra persona, con evidentes problemas auditivos, se acercaba a pedir ese aparato. Todo parecía normal en ese tipo de sucesos, hasta que de improviso apareció una avalancha de gentes que insistieron en que les donaran audífonos porque no oían nada. En forma sorpresiva amanecieron así, luego de haber estado 4 días celebrando en las tantas parrandas de la ciudad. Esos sordos repentinos eran las primeras víctimas oficiales de la contaminación sonora, del infierno del ruido. En los días siguientes aparecieron otros más, hablando a gritos pues no escuchaban nada. Así fue como comenzó la terrible peste de la sordera, peste que trajo tantos percances y cambios en esa urbe.

Las distintas autoridades, tan proclives a regalar cualquier cosa, hicieron denodados esfuerzos para satisfacer la exagerada demanda de audífonos de esa época.  Era  común ver a tantas personas andando por aquí y por allá con sus oídos cubiertos, buscando afanosamente el sonido.  Era  la única manera que tenían de escuchar, de  poder comunicarse con los demás. Cuando se sacaban  esos aparatos no escuchaban  nada y deambulaban  de un lado a otro, perdidos entre las calles. Ante esa situación de emergencia, las autoridades impusieron una multa a las personas que generaban ruido, cualquier tipo de ruido.

La otrora ruidosa ciudad, poco a poco, fue cayendo en los brazos del reposado y civilizado silencio. El que menos tenía clara conciencia de lo que significaba hacer ruido y actuaba en consecuencia, hasta bajando la voz y comunicándose por señas.  El tiempo ha pasado y ahora  nadie hace escandalosas fiestas, ni toca por las puras el  claxon, tampoco grita.  Todo el mundo anda con su audífono, esperando el momento en que se acabe  la peste de la sordera.