El actual ministro del interior, Daniel Urresti, vino ayer domingo a mi casa. Estaba de malas pulgas, tenía un aliento a masacre de hierbas impuras, de flores alucinantes, de raíces enterradas. No vino a comprar mi último libro, como yo secretamente anhelaba, sino a tomar posesión de mi sala. Asustado de tanta concha, pregunté a su majestad qué pasaba en mi reino de este mundo. El revoltoso y guapeador funcionario, haciéndome señas de camaradería, me dijo que le prestara, gratis, mi morada sobre la faz de la tierra para que ejecutara un feroz operativo contra los militantes, afiliados, simpatizantes y oportunistas del Mil en el poder.

Al revés del mítico provinciano que abandonó, como un cojudo, su casa para ver la capital, el impetuoso ministro abandonó Lima en mala hora para hacer simples pero importantes batidas contra la banda supuestamente vinculada a un tal Fernando Meléndez, que se encargaba de robar autopartes, llantas viejas, timones torcidos, pitos silenciosos y otros objetos no identificados todavía. Como es sabido, varias motos se quedaron ancladas en uno de los locales del partido que dirige el aludido el día mismo de esas elecciones resabidas y rejodidas. Yo pensé que el hercúleo ministro actuaría de inmediato con su conocido arrojo que hacía temblar a los candidatos asegurados para el 2016, incluyendo a este cronista de marras y amarras.

En mi barrio, la calle Cahuide entera, los ladrones de moto abundan día y noche. Generalmente después que se cierran los bares de frente a mi casa, aparecen ciertos individuos haciéndose los borrachos y se zampan todo lo que encuentran, hasta las motos escondidas debajo de la tierra. Pese al vandalismo digno de las huestes de Fujimori, el señor Urresti no hace hasta ahora nada de nada. Es como si fuera del partido de Nadine. O sea de nada. Y en vez de batir el campo, como quería el asesino Guzmán, bebe de mis licores, defeca en Judas, patea a mi gato y todavía me roba algún sol oculto que guardo para los malos tiempos.

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