Homenaje a Víctor Churay:

Escribe: Percy Vílchez Vela


En la calurosa ciudad de Manaus, urbe ubicada entre los ríos Amazonas y Negro, entre tantas actividades culturales los representantes de Tierra Nueva, asistieron junto con otros peruanos y brasileños de ambos sexos y filiaciones, al inesperado estreno del excelente documental de Fernando Valdivia, un peruano de veras importante que merece un mejor destino. Era la película “Buscando el Azul” que se aleja sin inconvenientes de los convencional, del folclorismo, del miticismo, para acceder a la convicción artística de primer nivel de un pintor Bora, Victor Churay que murió joven, desgraciadamente. La cinta está perfectamente concebida y ejecutada con talentoso rigor. Y los que le vieron esa noche perdida ya en esa ciudad de la fronda continental coincidieron en manifestar que era inolvidable.


El imaginativo Julio Verne, en su recorrido por el portentoso Amazonas hasta el mar Atlántico, buscaba el frenesí de la aventura, la seducción de lo exótico, el vacilón en los laberintos del trópico. Más moderno, más honesto y más arraigado a las entrañas de su tierra nutricia, Víctor Churay anhelaba lo imposible gracias a su talento como pintor nato. Ansiaba lo que está más allá de la apariencia, de lo visible. En el vértigo de los variados tonos del verde, color clásico de la fronda, color único para los ciegos de ver que miran con ojos de turista presuroso, color que puede hasta aburrir, él quería encontrar el color azul. Pero no cualquier azul, sino el perfecto azul. Era todo un desafío arduo y agónico, puesto que Churay no salió de su aldea para asimilar otras experiencias. No se marchó de donde había nacido. Anhelaba lo máximo en su lugar.

El pintor Fernando Botero encontró su razón de ser como pintor en la exageración de la figura humana. La ampulosidad de todo lo define y le convierte en un clásico en la pintura continental contemporánea. El pintor Bora, que recibió desde muy tierno como herencia las enseñanzas de la pinacoteca vegetal, de los símbolos oriundos, buscaba en el color la razón de ser de su arte. No es que desdeñara la figura humana o de las cosas circundantes, pero sus seres pintados o sus objetos estampado en el lienzo de llanchama eran ayudas para definir ese azul requerido con singular obsesión, ejemplar insistencia. Para ello tuvo que fusionar la pintura rupestre con la pintura moderna para fundar una plástica que iba hacia su cumbre, cuando el destino truncó su provechosa vida. La pintura indígena amazónica está todavía de luto.

En la experiencia contemporánea del arte la frase “Arte comunitario” es muy importante. Y Víctor Churay, alejado del protagonismo, del servilismo al mercado y sus melenudos, regresaba de vez en cuando a su pueblo, a su aldea, para enseñar a los suyos, a los parientes, los amigos, los prójimos, anhelando crear un colectivo de pintores aborígenes, nutridos por lo ancestral y lo moderno. Es decir, la pintura para Víctor Churay no era un ejercicio solitario, una faena ejecutada en el aislamiento, sino un menester comunal. Esa riqueza sigue pese a la ausencia de tan dotado pintor nativo que ya no está entre nosotros. El documental de Valdivia es una biografía admirable de un hombre que transformó la pintura indígena, al dotarle de un sentido creativo. La mayor parte de la cinta progresa entre aguas y árboles.

Porque el pintor referido no buscaba el color azul en la ferretería, sino en la naturaleza. Es decir, en la riqueza de su heredad, en la fecunda tradición de la pintura ancestral amazónica, donde el color surge de los vegetales y la forma de todas maneras se relaciona con los seres del imaginario sin olvidar las lacerantes heridas del pasado y del presente. Esa es una lección permanente que nos entrega Víctor Churay. Somos demasiado importantes para caer en el servilismo de la imitación estéril. Somos adultos ya y pertenecemos a una cultura poderosa que bien puede convertirse en faro artístico de aquí a poco. No necesitamos vegetar entre varios mundos si asumimos que pertenecemos a la cultura bosquesina desde tiempos sin memoria y sin el largo olvido. El documental de Valdivia nos recuerda constantemente que es mejor mirarnos hacia adentro, sin desdeñar las propuestas ajenas, por supuesto.

Todo el documental, gracias a su eficacia narrativa, a la puntual cámara que capta a cada rato la belleza del paisaje, los espectadores nos sentimos dentro del bosque, yendo y viniendo en esas naves de costumbre. Y ese tiempo fue como un remanso que nos alejó de los ajetreos reiterados y de las turbias muyunas de la vida en las ciudades de hoy. La cultura rural, tan menospreciada por los que creen que todo es acumular y tener a toda costa, todavía espera su oportunidad sobre la tierra. Y luego de la función todos y todas salimos pensando que la vida es todavía posible, que hay esperanza más allá de las máscaras y de los simulacros. Pero esa ilusión era torpedeada por la ingrata muerte que se llevó a un artista nuestro cuando estaba cerca de ese buscado azul que bien puede estar en ninguna parte.

Todo arte es una persecución sin tregua. Al artista no le interesa el resultado. La fiebre le consume por alcanzar lo que no alcanzará. Esa es su tortura constante. O su pequeña gloria de todas maneras. Y Víctor Churay vivió con hombría su drama de buscar sin encontrar. Pero nunca desmayó como si se tratara de una condena fosforescente, de un castigo fecundo. En esa agonía nos dejó cuadros que valen la pena y que dirán algo o bastante a los venideros. Don Teodoro Núñez Ureta dijo alguna vez que la pintura se pagaba con la vida. Todo arte tiene ese precio. Y Víctor Churay perdió la suya en un absurdo incidente, dejándonos la tarea de seguir buscando ese azul que de repente se encuentra en alguna parte.