El sábado grande o 1 de febrero del 2014, hace siglos, en la segunda cuadra de la calle Putumayo, la nueva modalidad de relajo o Día del Pisco Sour se festejaba con todas las de la ley del vaso y la botella, código que no está escrito en ninguna parte pero que siempre se cumple, incluyendo la del estribo. Pese a la evidente resaca de todo lo bebido el sábado pequeño o viernes, el que menos se zampaba su preparado celebrando la calidad de la uva, el sabor del limón y la buena mano o garganta de los mozos pisqueros. Considerando que la chupística era gratis, ya varios andaban por los prados de la muca y la habladuría, y ya pedían a gritos sus heladas cervezas. A leguas se veía que no eran devotos del preparado que bebían.
Los rebosantes vasos iban y venían, las autoridades no dejaban de beber una vez más y los mozos pedían más uva. Los cerveceros perdieron la cordura o la cultura etílica, que es tan difícil de conservar sobre todo en concurridos bares, y comenzaron a rajar del pisco, de la uva y de los mismos mozos. En forma por demás malcriada, incivil, se dieron al deporte de reventar los vasos en la pista. Era evidente que los cerveceros sobraban en esa fiesta pisquera y estaban siendo desalojados por las fuerzas del orden cuando apareció por la calle Próspero una extraña manifestación cívica, una impensada marcha de protesta.
Los historiadores locales, después de grandes debates taberneros, concedieron el nombre de la Protesta de las Botellas a la acción de ese contingente agresivo de bebedores o tomadores o huaraperos que asaltaron a los degustadores de pisco en nombre de los licores locales, de los llamados tragos selváticos. Cuentan los que asistieron a ese encendido acontecimiento que los tufos eran temibles cuando estalló una descomunal bronca entre pisqueros, cerveceros y tragocorteros.